Fotografías e ilustraciones de actividades desarrolladas por el Club Pilas en el Valle de Sibundoy, Alto Putumayo. Crédito: imagen compuesta con fotografías de Brayan Coral Jaramillo e ilustraciones de Giovanni Salazar Castañeda de Agenda Propia.

Colombia

Siembras de agua: la conexión de niñas, niños y los espíritus del bosque

Cocreadores

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Feb 17, 2025 Compartir

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En el corazón del Valle de Sibundoy se tejen historias de respeto y cuidado por la tierra. Niñas y niños, guardianes de los saberes de pueblos indígenas y comunidades campesinas, trabajan por la protección y la conectividad de los bosques. En este relato, Brayan Coral Jaramillo comparte cómo preservan, a través del Club Pilas, las memorias ancestrales de su comunidad mientras promueven actividades para cuidar las plantas, los animales y el agua que da vida al territorio.

El grito de la tierra y el nacimiento de una consciencia 

Esta historia comienza hace veinticuatro años, a mediados del mes de enero, en una temporada de verano. La tarde transcurría con normalidad en el Valle de Sibundoy, municipio ubicado entre Pasto (capital de Nariño) y Mocoa (capital de Putumayo), pero se sentía en el aire una energía diferente, una sensación de inquietud que sólo los abuelos, los taitas, los pájaros y los seres más conectados con la tierra podían percibir.

El Valle de Sibundoy es un lugar rodeado de montañas cubiertas por bosques de niebla, una zona de gran biodiversidad y belleza natural, donde nacen la cuenca del río Putumayo-Içá y otros afluentes. Allí conviven pueblos indígenas (como los Kamëntšá, Inga, Pasto y Quillasinga) y comunidades campesinas. 

Recuerdo con claridad ese día. Tenía apenas cinco años cuando los gritos desesperados de una vecina resonaron por toda la vereda Bellavista, advirtiendo sobre una avalancha que se precipitaba desde la montaña más alta. Mi madre, Agueda Martina Jaramillo Burgos, con la sabiduría de quienes han vivido y aprendido de la naturaleza, me agarró de la mano y me llevó corriendo fuera de la casa. Nos refugiamos en un área abierta, en un campo de tomates, justo enfrente de una quebrada.

Lo que vi quedó grabado para siempre en mi memoria: la quebrada, normalmente tranquila, se había transformado en una entidad furiosa, parecía un pulpo gigantesco cuyos tentáculos de agua y lodo arrancaban árboles y los devoraban sin piedad las montañas.

El sentimiento colectivo de pérdida y culpa fue lo que sembró la semilla de un cambio en la manera de convivir con el territorio.  "

“La tierra está viva y hoy nos está hablando”, murmuró mi madre. Más tarde, los abuelos dijeron que la tierra estaba enfurecida, triste, porque los humanos habían dejado de ofrecerle rituales y ofrendas que, en el pasado, fortalecían el vínculo sagrado entre el ser humano y la naturaleza. “Hemos olvidado cómo escuchar”, dijeron, “y ahora la tierra nos obliga a recordar”.

La catástrofe, que se transmitió por la emisora del pueblo, dejó a muchas familias sin hogar y sumió a la comunidad en una profunda tristeza.

El Valle de Sibundoy, que incluye los municipios de Colón, Sibundoy, Santiago y San Francisco, enfrenta inundaciones recurrentes. Según las comunidades locales, estas se deben a procesos históricos de ocupación del territorio, un manejo inadecuado del agua y cambios en los usos del suelo. Según el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi), esta región, también conocida como Alto Putumayo, abarca 44.100 hectáreas de laderas y montañas, junto con 8.500 de áreas planas.

El desafío de restaurar la tierra y el alma

Días después, cuando las montañas aún se desmoronaban, la alcaldía municipal de Sibundoy decidió reubicar a las familias afectadas. Sin embargo, muchos de los habitantes de la vereda Bellavista, también conocida como “Terrón Colorado”, afectados por la avalancha, se resistieron a abandonar sus tierras. En lugar de irse, optaron por buscar soluciones para permanecer allí e intentar vivir en armonía con la tierra.

Mi madre me cuenta que los miembros más antiguos de la comunidad recordaban la relación de respeto mutuo que existía antes con la naturaleza. Sabían que cada río, cada piedra y cada árbol tenía un espíritu protector, un guardián que velaba por el equilibrio. Pero el avance de la modernidad y la adopción de prácticas agrícolas intensivas rompieron esa conexión sagrada. Los potreros repletos de vacas, los monocultivos —como el de frijol— extendiéndose hasta las riberas de las quebradas El Cedro y Bellavista, y la deforestación de los bosques que resguardaban sus nacimientos de agua, saqueados para la venta de madera, eran señales de cómo la codicia y el olvido habían desplazado la armonía ancestral.

De acuerdo con el Plan de Manejo Ambiental de los Humedales de la parte plana del Valle de Sibundoy, por su riqueza hídrica, este sector ha sido intervenido mediante intensos canales de drenaje para ampliar la frontera agrícola y agropecuaria. Esto permitió establecer cultivos como fríjol, lulo y tomate de árbol, además de favorecer la cría de ganado lechero. El Plan, publicado en 2006 por la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Sur de la Amazonía (Corpoamazonia) y la Fundación Cultural de Putumayo, afirma que estas prácticas afectaron severamente los humedales de la región, dejando únicamente a la laguna de Indipayaco con una columna de agua de relativa profundidad, la cual aún hoy sigue secándose. Este fenómeno provocó sequías en el territorio, obligando a la comunidad a reflexionar sobre la necesidad de rescatar las fuentes hídricas.

En marzo de 2002, dos meses después de la avalancha, la comunidad tuvo la idea de organizarse y creó un grupo asociativo veredal llamado “Organizados en el tercer milenio” (OTM) para implementar un proyecto de prácticas agroecológicas. Así, querían restaurar los suelos de ladera y darles un uso sostenible a los recursos naturales. 

Pero, cambiar la mentalidad de las personas adultas, acostumbradas a la ganadería intensiva y a los monocultivos, no era una tarea fácil. Sin embargo, la perseverancia de las mujeres, acompañadas de niñas y niños de la vereda, logró transformarla. La estrategia era conversar con los más pequeños para que fueran ellos quienes llevaran la información a sus casas y les mostraran a sus papás y familiares los beneficios del cuidado del territorio. 

En casa siempre me han dicho que “si haces algo por la naturaleza, ella te lo devuelve el doble”. Por ejemplo, la finca de mi mamá fue una de las primeras en cambiar su vocación agrícola por la de la conservación de ecosistemas. Lo primero que hizo fue aislar las fuentes hídricas y reforestar con plantas beneficiosas para el agua, como el moquillo, el nacedero, el mate y los helechos. La tierra ha sido tan generosa que nos ha salido otro arroyo: sembramos agua.

Las semillas de esperanza 

El sueño de cambio no se detuvo ahí. 

Mi mamá junto a dos mujeres de la comunidad, Natali Basante (odontóloga) y Cristina Muñoz (zootecnista), decidieron crear un colectivo infantil llamado Pilas, cuyas siglas significan Programa Integral Laderas de Sibundoy. El grupo se convirtió en un punto de encuentro para niñas y niños de las veredas de la parte alta del Valle de Sibundoy: Bellavista, Villaflor, Campo Alegre, La Hidráulica y La Cumbre.

Pero, para qué un colectivo. Su estrategia consistió en brindarles herramientas a niñas y niños para que fueran voceros ambientales y dispersores de semillas, ellas y ellos se transformarían más tarde en los primeros árboles de la resiembra.  "

En un ejercicio de juntanza, comenzaron construyendo un vivero con plántulas nativas, que luego distribuyeron entre las personas que empezaron a creer en el cambio de vocación del terreno. Más adelante, los llevaron a la planta de tratamiento de basuras, donde jugaron, corrieron y comieron rodeados de desechos. La intención era clara: confrontar a los más pequeños con un posible futuro sombrío si no se actuaba a tiempo. 

Durante los primeros años del Club Pilas, Cristina decidió regresar al territorio (entonces vivía en Nariño por trabajo y estudios) para apoyar a la comunidad, que en ese momento necesitaba nuevas perspectivas. Ella fue la principal impulsora de varias acciones que generaron un gran impacto, como un viaje al municipio de Imués, en el vecino departamento de Nariño. Allí, la falta de agua y la aridez extrema se convirtieron en un ejemplo tangible de lo que podría ocurrir en Sibundoy si no se protegía el agua. 

Tras esta experiencia, niñas y niños aprendieron a sembrar agua, a escuchar a los espíritus que cuidan los ríos y a valorar cada elemento del ecosistema. Descubrieron que con barro podían contar cuentos; con flores, hacer jabones, y que incluso las botellas plásticas podían transformarse en filtros para drenar el agua estancada que provocaba derrumbes.

Hoy, esas niñas y niños que aprendieron a escuchar a la tierra ya han crecido y siguen conectados con el territorio. Tal es mi caso, que años después de hacer parte del Club, ahora soy biólogo, agroecólogo y guía de turismo de naturaleza. “Es una experiencia que nos permite hablar del tejido social, del trabajo colectivo y del mejoramiento de la calidad de vida”, dice Cristina. Y añade: “Hemos aprendido a reconocernos como parte de la naturaleza, no como sus amos”.

Yo ahora tengo 27 años y me formé en el colectivo cuando niño. Estoy agradecido con todas las personas que nos inculcaron ese amor por la naturaleza y sus relaciones. Ahora somos nosotros los encargados de vernos con ojos de niño, para que este relevo generacional siga transmitiendo buenas prácticas a las nuevas generaciones. En la actualidad junto a Melba Luz Cuenca, Luisa Fernanda Chávez, Ghiselle Margarita Ordóñez, Cristian David Coral, Jacobo Chamorro y Dalid Rosero trabajamos con herramientas artísticas, lúdicas y, por supuesto, a través de la siembra. Para nosotros, caminar por las geografías sagradas será siempre la manera de conectar los espíritus con los ríos y sus bosques. 

Un día en la vida del Club Pilas

A sus doce años, Johan Albeiro Jojoa, integrante del Club Pilas, explica que para él “es importante sembrar árboles a la ribera de los ríos porque tienen unas raíces que llegan a lo profundo de la tierra y transmiten toda la información que producen a los minerales, como el cobre y el oro”. Mientras sostiene un árbol a punto de ser sembrado, muestra sus raíces y añade: “Este árbol, desde sus raíces, transmite información hacia la parte superior y, si hay otro cerca, se comunica con él. Es como si un abuelo le contara un cuento a sus nietos”.

El agua es la medicina más poderosa, “no sólo les sirve a los peces, también a todos. Sin agua no podemos vivir, por eso no talen árboles, no contaminen la tierra, ni echen químicos a la tierra para poder vivir”, dice Marly Ariana Salas de siete años, guardiana de la reserva “Casa Mamaru” en la vereda El Porotal. 

La lucha por preservar la conectividad de los bosques y la cuenca del río Putumayo-Içá es un compromiso que niñas y niños de Sibundoy han asumido con pasión. Saben que cada árbol, cada planta, cada río es indispensable para mantener el equilibrio de lo que sus ancestros protegieron. Y saben también que este conocimiento debe ser transmitido a las nuevas generaciones para que ellas puedan continuar con la labor de proteger y sanar la tierra. 

Niñas y niños saben que el futuro de su comunidad y del planeta depende de su capacidad para mantener viva la conexión ancestral con la naturaleza. Son guardianes de un legado milenario, herederos de un conocimiento que trasciende el tiempo y custodios de las voces de los espíritus de la tierra, que deben seguir resonando en las generaciones venideras. El destino de la cuenca del río Putumayo-Içá está en sus manos: en su habilidad para enlazar pasado y presente, y en su voluntad de seguir soñando un mundo diferente.

Nota editorial. Para el desarrollo de esta historia, tanto escrita como en video, el Club Pilas realizó entre agosto y septiembre de 2024 una serie de talleres y recorridos por el territorio donde reflexionaron sobre el audiovisual que querían cocrear. Además, llevaron a cabo actividades relacionadas con botánica, tinturas naturales, siembra de árboles, agroecología y círculos de la palabra en la tulpa (fuego) en donde contaron historias de los espíritus del río.

Nota. Esta historia hace parte de la serie Territorio del Iaku. Tejido de voces cuidadoras del agua en Putumayo, cocreada por narradoras y narradores de pueblos indígenas, campesinos y comunidades urbanas del piedemonte andino-amazónico colombiano con la orientación editorial de Agenda Propia en su programa de Periodismo Colaborativo Intercultural. Este relato se realizó conjuntamente con el Club Pilas. Con el apoyo de la DW Akademie y en el proyecto “Periodismo y protección de la Amazonía”, del que hacen parte Agenda Propia (Colombia), Corape (Ecuador) y Servindi (Perú).

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