Representación del territorio andino-amazónico colombiano a través de fotografías e ilustraciones que retratan a las seis mamitas sabedoras de los pueblos indígenas Inga, Kamëntšá, Zio Bain, Yanacona y Kofán, y destacan a Gloria Piaguaje Yaiguaje, protagonista de este relato. Crédito: Imagen compuesta por Giovanni Salazar Castañeda de Agenda Propia.

Colombia

Relato 5. El espíritu de la abuela boa

Cocreadores

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Feb 10, 2025 Compartir

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La mamita Gloria Piaguaje Yaiguaje comparte sus aprendizajes sobre las plantas medicinales y el cuidado del agua. A través de la medicina del yagé, protege al espíritu de la boa, animal guardián de su pueblo Zio Bain, en el río Gantëya (Putumayo), que fluye entre Colombia y Ecuador. Relato de su nieta, Adiela Jinet Mera Paz.

El Resguardo Indígena Siona Buenavista o “Gonzaya Bain” (gente de la palma de mil pesos), se encuentra donde el río Gantëya (Putumayo) corre en medio de Mai Yija Zio Bain (en idioma mai coca “Nuestro Territorio de Gente de Chagra”). A este resguardo en la Amazonía, diversa en flora, fauna y fuentes hídricas, pertenece mi ahuëra (abuela), Gloria Piaguaje Yaiguaje, de 77 años, nacida el 20 de octubre de 1948.

Mi ahuëra es madre dadora de vida, de siete hermosas hijas, 25 nietos, 28 bisnietos y un tataranieto. Es sabedora de la medicina tradicional propia de nuestra cultura, como el yagé, que heredó de sus padres el taita Francisco Piaguaje y de María Isolina Yaiguaje. Desde muy joven cultiva la chagra, en donde siembra maíz, yuca, chontaduro, plátano, chiros, uvas caimaronas, zapotes, guamas, guanábanas y caimos. Además, aprendió de la crianza de cerdos, gallinas, patos y ganado. 

A los 18 años salió de su casa para convivir con su esposo Adolfo Washington Paz en la vereda Lisberia, cerca del resguardo, a riberas del Gantëya. Desde el año 2012 vive en la comunidad El Águila, rodeada de naturaleza, a pocos kilómetros de la ciudad putumayense de Puerto Asís. Allí, tiene su casa de remedio, un lugar en donde ofrece yagé y distintas plantas para curar enfermedades. 

Hasta allí llegué para conversar con ella de sus memorias familiares y sus aprendizajes para el cuidado del agua (O’co), del yagé y de nuestras costumbres.

Mi ahuëra Gloria empieza su relato recordando que durante su infancia vivía con sus padres, abuelos y hermanos en el lado ecuatoriano. Nuestro territorio es transfronterizo, una parte se encuentra en ese país y la otra en Colombia. Estando allí aprendió todo sobre el ser Zio Bain, la lengua y la espiritualidad. Ella asegura que el resguardo fue fundado en los años 60 por su padre, el taita Francisco, quien “cogió aproximadamente un kilómetro de tierras”.

“Él fue repartiendo por hectáreas a las personas que no tenían habitaciones (terrenos). Entonces, él les dio a cada cual una hectárea para que hicieran la comunidad de Buenavista. Se organizaron todos y se ayudaban los unos y los otros a hacer las casitas, a hacer las chagras para que siembren los plátanos, la yuca, el arroz, el maíz, todo eso”, me cuenta. 

Hasta hace 20 años, dice, en Buenavista vivían 500 familias y abundaban la vegetación y los animales para la cacería. 

“Ellos [quienes vivían allí] limpiaban lo que era el lugar para las chagras. El resto, ya cultivaban las montañas (selvas), porque si tumbaban varias chagras, los ríos se secaban. Trabajaban lo que era debido, no más”, dice. También asegura que protegían las montañas porque si no la cacería se iba, se refiere a los animales. “Cuando tomaban remedio, el abuelo (sabedor) hacía las ceremonias por la noche, llamaban cacería y bandeaban los puercos y los cerrillos por el río. Ahí es cuando ellos los mataban para el alimento”.

Nuestro resguardo es muy diverso en animales, algunos los usamos para el consumo como alimentación propia. Están los cuadrúpedos, que son la danta, el cerrillo, el puerco, la boruga, el guara, y los del aire, que son las aves como la gallineta, la pava, el paujil y las guacharacas. También hay micos como el coto, el churuco, el tanque negro, el cotoncillo, la ardita, el bebeleche y los leoncitos.

Cuando mi ahuëra Gloria tenía doce años, su abuela Erminia Payoguaje, de 115 años, la llevaba a ella y a otros niños a trabajar a las chagras. “Nos enseñaba a trabajar bien bonito, bajito, a coger los frutos. Recogíamos y con la cáscara de la chonta (una especie de palma) hacíamos como una estera y ahí se recogía la basura, y se le echaba [como abono] a las matas de plátano, de yuca y a los árboles frutales”.

Mientras hablo con mi ahuëra me lleva a recordar mi infancia y sus enseñanzas. Cuando era niña, ella nos explicaba las preparaciones de las comidas, la pesca, la cacería, la medicina tradicional, la siembra, la importancia del agua y cómo debíamos cuidarnos y comportarnos. También nos llevaba a los espacios espirituales, donde seguíamos las orientaciones de los Yai Bain (taitas) y las ahuëras, mamitas sabedoras.

Todo ese aprendizaje era fundamental para luego sostener a las familias. A ella, su abuela le aconsejaba que tenía que trabajar y le decía: “de aquí a mañana nos íbamos a criar, vamos a tener hijos, a tener marido. En ese tiempo uno se crió en la inocencia, yo decía: ‘no, yo no voy a tener marido, yo no voy a tener hijos’, y la abuela se reía y le decía: ‘¡ja! Pero ahorita, pero más después va a tener hijos, va a tener marido, todo eso y va a ser abuela, va a tener nieto’”. Y sí, “lo que la abuela me decía, pues sí fue verdad”, me dice riendo, “porque ya soy abuela, bisabuela y tatarabuela, ¡yo tengo un tataranieto!”.

Su abuela Erminia también tenía un secreto para enseñar el idioma propio mientras iban a la chagra y asaban plátanos. De eso se acuerda mi ahuëra Gloria:

“Nos llevó a donde había un guabo seco (árbol de guama) y lo tumbó; y nos hizo cortar y cargar toda esa leña, y luego, prendió el fogón. Allí había una mata de plátano de dominico –dos que estaban madurando–, y cuando la leña se quemó y quedó la pura brasa, ahí cogió los dos plátanos y los peló. Entonces, les hablaba a los plátanos, los volteaba de un lado a otro, y los sobaba y sobaba. Ahí, los metió a la ceniza y nosotros sufríamos porque el plátano se estaba quemando y ella decía: ‘no, trabajen lo que tienen que hacer, ¡qué están mirando acá lo que yo estoy haciendo!’. Después, cuando ella sacó los plátanos, llamó a mi hermano Felinto, que en paz descanse, y le soplaba en la oreja. Le decía a él: ‘ahuëra’, le decía: ‘ahuëra achago’ (escucha abuela), nosotros decíamos que sí, que nosotros oíamos, pero como no podíamos hablar en idioma. Tres veces nos hizo lo mismo y a la tercera vez ya mi hermano dijo que habláramos en bai coca o mai coca (nuestro idioma). Ahí, mi hermano dijo ‘achayë’, ya decía ‘achayë’. La abuela a mí también me hizo lo mismo. Yo le decía que yo oía, que yo entendía. Ella decía: ‘no hablen cuya coca (español), sino bai coca o mai coca’. Y la tercera vez ya me dijo que si ya, y le contesté ‘achayë ahuëra’ (sí oigo, abuela), y de ahí ya seguimos hablando nosotros en idioma”.

Esa transmisión de saberes fue interrumpida cuando mi ahuëra Gloria todavía era una niña porque la llevaron al convento de los sacerdotes capuchinos en Puerto Asís. Allí, internaban a las niñas y niños indígenas por un buen tiempo, los tenían aislados y les prohibían nuestra cultura, recuerda. Tiempo después volvió al territorio, en donde siguió el aprendizaje de la medicina del yagé.

Mientras la escucho, reflexiono en cómo el idioma se ha ido perdiendo. Hoy son muy pocas las mayoras y los mayores hablantes del mai coca. Si bien en la comunidad se enseña, somos muchas las personas que hemos olvidado hablarlo. Desde el colegio estamos en la tarea de recuperar nuestra lengua propia.

El aprendizaje del yagé

Cerca de su casa de remedio, acompañadas del canto de las aves, mi ahüera Gloria me cuenta de sus aprendizajes con la medicina (ëco) tradicional del yagé. 

“Cuando éramos niños, la abuela nos mostraba porque el abuelo Arsenio tenía yagé. Ella nos decía: ‘este es el yagé que toman los abuelos. Nosotros somos de raíz porque los abuelos, mis bisabuelos y tatarabuelos, todos eran sabedores’. Entonces, ella decía: ‘nosotros teníamos que seguir esa tradición de los abuelos y no perderla porque ellos se mueren y se van con la sabiduría’”. "

Lo primero que mi ahuëra aprendió fue a limpiar, a armonizar los espacios y a identificar las plantas. A ella, su abuela le enseñó la medicina: “llevaba pegote (cera de abeja) y el algodón, y me decía: ‘cuando usted va a tener hijos y cuando el primer hijo se enferme, le da vómito y diarrea, entonces, usted coge esto, raspa y riega en la casa y limpia con mëto (candela)’”, recuerda. Además relata que en ese tiempo sembraban y usaban tabaco, y hacían mazos de madera, picaban y majaban (machacaban), y con la misma hoja envolvían y con eso limpiaban a las personas para que se les “quitara el mal aire y el hielo (frío)”.

En nuestro territorio se encuentran variedades de especies de plantas que son usadas como medicina. “Hay para la fiebre, para el vómito, para la desesperación que a uno le coge en el corazón, para todo eso. Son plantas del monte. El mismo yagé le muestra a uno: ‘esta planta es para esto o para tal cosa’, y pues al otro día amanece, uno va a ver y ahí están las plantas”, dice mi ahuëra Gloria, mientras señala tres matas de temblón: “La hoja de temblón, para los que sufren de reumatismo, se cocina, se los bañan por tres días. Y para curar las llagas que son crónicas”.

Las plantas, también han estado para el cuidado de las mujeres en sus días de menstruación. Ellas anteriormente tenían prohibido cocinar. “Cuando las mujeres están con el periodo, no le pueden brindar nada a uno, igualmente cuando están en el embarazo”, me explica: “En esta etapa de la mujer, los abuelos hacían un caedizo (una casita o techo salido al ladito de la casa grande). Ahí uno se estaba los tres días que le viene el periodo, y de ahí uno se bañaba los tres días con hojas de achiote, con hoja de guabo y agua tibia. Después, que ya se le quitó a uno el periodo, ya uno subía nuevamente a la casa, llegaba a la cocina, prendía el fogón y tibiaba agua, cogía uno, se lavaba con las cenizas, y con agua se lavaba los brazos, y ya se podían cocinar los alimentos para darles de comer a las personas que viven en la casa. Ahí sí decían: ‘está limpia ya’”.

Cuando empieza a contarme sobre su camino con el yagé, mi ahuëra me dice que el taita Querubín Queta Alvarado, del pueblo indígena Kofán, fue uno de los sabedores que le enseñó de la planta. El taita Querubín murió en febrero de 2024, a sus 110 años.

“Un día yo estaba enferma cuando llegó mi papá Francisco y dijo que el abuelo Querubín Queta Kofán nos invitó a que viniéramos a que el abuelo me hiciera una limpieza [con plantas]. Vine y ahí fue cuando yo tomé el yagé por primera vez. Tomé y a los quince minutos ya sentí mi cuerpo que me hormigueaba. Yo me arrepentía de haber tomado, miraba pintas [visiones]. Le pedí a la planta de la medicina que me diera fuerza, valor, a no llorar, a no gritar, ni a correr. Yo me siembro aquí. Y ahí amanecí toda la noche sentada. Tomé todo el yagé. Al rato, me dio otra copita conjurada (rezada) y me dijo: ‘hermana, usted sabe curar, pero lo que usted no tiene es protección. Ahora, con este yagé que le estoy dando, ya le doy protección para que usted siga para adelante con la medicina’. Así me dijo el abuelo Querubín, él fue mi primer maestro. El abuelo le dijo a mi papá que él tenía que seguir dándome la medicina, enseñándome, para que yo siga adelante. Y así seguí”.

Ella, de igual manera aprendió de otros sabedores kofanes y Zio Bain, quienes le conjuraron un frasco grande de remedio. “Después, ya tomé con el abuelo Guillermo Lucitante Kofán, él me conjuró el remedio. Después, con el taita Diomedes Díaz Kofán, y mi papá… todos me conjuraron el remedio. Tengo ese frasco conjurado de siete taitas, y eso yo lo conservo. Y de ahí mi papá me siguió dando”. 

Mi ahuëra recuerda que en ese tiempo ninguno de sus hermanos tomaba yagé: “Mi mamá María Isolina le dijo a Humberto y a Felinto su hermana, que es menor que ustedes, está tomando el remedio acompañándolo a su papá y ustedes que son hombres ni toman’. Después, ellos siguieron tomando”.

Con tristeza narra que para los días del fallecimiento de su madre, mi bisabuela, quien enfermó de cáncer, su padre le regaló varias plantas de yagé. “En los últimos días, antes de fallecer, estuve con ella. En esos días, mi papá me dijo: ‘hija, acompáñeme que voy a cortar yagé, voy a cocinar para tomar esta noche’. Entonces, fuimos con mi hija Stella Paz (mi mamá). Él tumbó el árbol de yagé. Él fue cortando y amontonando el yagé, las ramas, todo eso. Ya en un canasto empacamos el yagé y me dijo: ‘este yagé se lo regalo a usted para que usted siembre, siga acompañándome en la medicina y lo siembre’. Yo lo sembré y a los tres años tomé con don Gilberto, y así, seguimos tomando. Mi papá ya salía a las ciudades. Lo acompañé quince años, y así he seguido con la medicina”. 

Además siguió practicando con los taitas Juan Yaiguaje, Laureano Paiguaje, Grigelio de Santa Rosa y Orlando Gaitán.

Mi ahuëra Gloria cuenta que anteriormente tomaban yagé los taitas y las personas enfermas: “Ellos no más tomaban, no iban como ahora, que va bastante gente. Llevaban a las personas que tenían un enfermo no más, ellos no más podían llegar. Les hablaban, llegaban a la casa de remedio y hacían las limpiezas”.

Mai Ëco Zio Bain (nuestra medicina de la gente de chagra) es la base fundamental para la lucha y resistencia en la defensa de nuestros territorios para protegernos, guiar, orientar y generar enseñanzas que permitan fortalecer nuestros usos y costumbres para la pervivencia de nuestro pueblo.

El agua (O’co) para la vida

Seguimos conversando y ahora disfrutamos un bello atardecer, de cielo rojizo. Mi ahuëra habla de cómo proteger el agua (O’co) mientras la acompaña el sonido de las chicharras:

“Nosotros cuidamos el agua, con las plantas sagradas porque es muy importante, porque uno sin agua no puede vivir”. Dice que para nuestro pueblo Zio Bain, el río Gantëya, el de caña brava, que es el mismo Putumayo, significa la vida.

“Desde la espiritualidad y orientación de nuestros ancestros, quienes nos guían desde el mundo espiritual, debemos sembrar árboles por las orillas del río”, cuenta mi ahuëra y me explica que “nuestros abuelos decían que la basura no hay que botarla allá porque el agua se enmugra, que no podían defecar del cuerpo ahí, entonces había un hueco que escarbaban y ahí defecaban, de ahí cuando terminaban lo tapaban para que no haya suciedad, para que no caiga al agua. El agua es el alimento y es la vida de uno, porque uno sin agua no puede vivir, por eso ¡hay que cuidar el río, el río se está secando!”.

Mi ahuëra relata que los abuelos tomaban el agua de las quebradas: “esa agua viene limpiecita, esa no tiene nada de suciedad, nadie echa agua sucia, nada. El río Putumayo era para lavar la ropa, bañarse, decían ellos. Y la otra, la de las quebradas, era solamente para uno cocinar los alimentos y tomar”.

Recuerda con tristeza la armonía que se vivía antes de llegar la contaminación de nuestras aguas. “El agua está toda sucia, ya no se puede tomar de esa agua, se enferma uno. Va a tomar esa agua del río Gantëya, toca hervir para que maten los microbios para uno poder uno tomar el agua (O’co)”. Mi ahuëra me dice que quiere compartir un mensaje para las personas que vengan a visitar los territorios: “ellos se dan cuenta de cómo están las aguas, todas contaminadas. ¡Tanta cosa que le echan al agua! Ya no pueden comer los pescados, ni bañarse porque se enferman, cogen rasquiña o se inflaman los granos y ahí se les hacen heridas, y de eso viene el cáncer y las enfermedades, y las personas están muriendo de cáncer. Las petroleras nos tienen todo contaminado, las quebradas, todo, los árboles, ya los árboles no dan frutos, uno siembra y ya no crecen, todo se muere”.

Como ahuëra Zio Bain está preocupada. Tiene su rostro entristecido por el territorio en el que vivió por muchos años y que ahora está siendo afectado día a día.  "

Para cuidar y proteger al río Gantëya, como mamita sabedora y guiada a través de la medicina, enseña que conforme uno va tumbando árboles hay que ir sembrando para que el río no se seque y para que haya agua en abundancia. “Hay que sembrar nacedero”, aconseja: “el canangucho, todas esas plantas que traen agua. La guadua, y si usted partía una guadua, ella botaba agua, entonces ellos (los abuelos) de ahí tomaban agüita, de la mata de guadua, cuando ellos tenían sed, tomaban esa agua. También había un bejuco que uno corta y eso sale agua también, limpiecita, y una agua heladita. Y el yagé también. Uno corta [la planta] y chorrea esa agua, y uno toma esa agua para coger más fuerza, más sabiduría, más inteligencia, decían los abuelos”.

Dentro de la cosmovisión de nuestro pueblo, como resguardo de Gonzaya, y de acuerdo a nuestra ley de origen, el Gantëya se cuida en nuestro diario vivir. Es estar pendiente, en ir a mirar y pedirle a mi Dios en los espacios espirituales que el agua de nuestro río no se acabe. Uno le pide a mi Dios (Riusu), a los espíritus (rahë´ë) ancestrales dueños de nuestros territorios, para que esté protegida. El agua es la vida fundamental en cada uno de los alimentos, la medicina y en la pervivencia como Zio Bain.

Mi ahuëra me explica que el espíritu del río nos protege a través de la boa (añapequpë): “en el río está la abuela boa. Ella está brava porque cuando los abuelos vivían, ellos la cuidaban. La boa es un espíritu, es gente. Cuando ella tiene sed, tiene hambre, ella quiere comer gente”. "

Cuando mi ahuëra Gloria tenía catorce años, la boa se tragó a su hermano y no lo encontraron. Me cuenta que entonces un taita tomó remedio, miró y les dijo que no lo buscaran porque la boa se lo había tragado: “El abuelo lo encontró ahí en el remolino, a mi hermanito, y lo llevó a la casa, a la casa de él, al puerto. Dijo que iba a traer la pala y una yaripita (guadua esterilla) para envolverlo, para enterrarlo. Cuando el abuelo llegó otra vez, ya no estaba, y cuando fue a mirar otra vez, ahí lo encontró de nuevo. Ahí lo llevó y otra vez dijo que lo iba a enterrar así no más y que le iba a traer una velita, en ese tiempo no había vela sino mechones que ellos hacían de pegote (cera). Fue a traer esa vela para ponerlo y cuando volvió ya no lo encontró más. Y nunca más lo volvieron a encontrar. Se perdió para siempre porque era mal pensado (tenía malos pensamientos)”. 

Esos relatos hacen parte de las historias familiares y mi ahuëra, al recordarlos, honra las creencias de nuestros ancestros.

En mi pueblo también sabemos que el bonito pensamiento ayuda mucho para hacer las cosas, entre ellas, cuidar el agua y respetar los animales, que tienen un espíritu como la boa.

“El espíritu del río Gantëya ve cuando la gente tiene un buen pensamiento, hay buen espíritu, hace el bien. Pero si la gente aprende solamente para hacer mal, hay malos espíritus. Cuando hay malos espíritus, la gente se enferma; cuando hay buen espíritu, la gente no se enferma, viven todos contentos, alegres, trabajando, sembrando todo lo que pueda dar la tierra: el maíz, el arroz, la yuca, el ñame, la piña, la uvilla, la caña. Todo eso sembraban los abuelos”.

Desde la espiritualidad y a través de la medicina, los animales le brindan protección al río y al territorio frente a las diferentes afectaciones como contaminaciones petroleras y las sequías de los ríos que nacen de las cordilleras. El río está delicado y por eso existen más boas en el Gantëya, eso nos advierten nuestros sabedores, entre ellos mi ahuëra Gloria.

“Nuestros abuelos y abuelas cantaban en los espacios de ceremonia algunos cantos propios, tocaban la armónica a los espíritus del río Putumayo Gantëya. Cuando uno es muchacho (joven), no presta interés de comprender lo que ellos transmiten”, me dice y me explica que ellos y ellas tocaban para que los árboles estuvieran contentos, la Madre Tierra (yija), la Madreselva estuviera en armonía, para que lo que sembraran diera siempre buen fruto, para que hubiera abundancia y nunca se acabara. Mi ahuëra me cuenta que ellos decían que era: “para que la tierra produzca lo que uno siembra, que siempre dé buen fruto para nosotros comer, criar nuestros hijos, nuestros nietos”.

Al finalizar esta conversación, le doy agradecimiento a mi ahuëra Gloria por compartir su historia. Ella nos enseña la importancia de continuar con la defensa de la vida del río, las aguas, los seres sagrados, como la boa, que han existido siempre para nosotros como pueblo Zio Bain.

Mi ahuëra es una mujer tranquila y consejera. En mi proceso de vida, sus consejos me han permitido continuar con su legado como mujer Zio Bain, fuerte de lucha a través de la palabra, el entendimiento, la sabiduría y las grandes enseñanzas que, como este relato, nos permiten crecer.

Sigue el viaje de las “Cuidadoras del espíritu del Iaku” con el relato de mamita Mirian Vietlia Criollo Queta, quien en el resguardo Santa Rosa del Guamuez, en La Hormiga, protege el espíritu sagrado de la planta de yagé.

Nota. Esta historia hace parte de la serie Territorio del Iaku. Tejido de voces cuidadoras del agua en Putumayo, cocreada por narradoras y narradores de pueblos indígenas, campesinos y comunidades urbanas del piedemonte andino-amazónico colombiano con la orientación editorial de Agenda Propia durante su programa de Periodismo Colaborativo Intercultural. Este relato se realizó con la Asociación de Mujeres Indígenas Sabedoras de la Medicina Ancestral, “La Chagra de la Vida” (Asomi). Con el apoyo de la DW Akademie y en la iniciativa “Periodismo y protección de la Amazonía”, del que hacen parte Agenda Propia (Colombia), Corape (Ecuador) y Servindi (Perú). 

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