Las Dule Omegan (mujeres Dule) sienten una conexión profunda con el mar. La historia narra que los Gunadules pasaron de vivir de las selvas al mar, como es el caso de la mayoría de las comunidades asentadas en las islas de Panamá.

Edilma Prada Céspedes.
Panamá | Colombia

Selva y mar: una conexión de las Dule Omegan

Cocreadores

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Jun 15, 2020 Compartir

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La ruta de la vida del pueblo Gunadule ha trazado caminos entre la selva y el mar. Esta es una crónica de viaje en busca de la historia del territorio ancestral, Capurganá, ubicado entre Colombia y Panamá y conocido como la ‘Tierra del Ají’. También es un retrato de un encuentro con los saberes y las realidades de las Dule Omegan (mujeres Dule).

Muu Magaddibala | Alta mar

Las aguas de color verde esmeralda que se mezclan con el azul claro infinito del mar Caribe parecieran trazar el camino que el pueblo Gunadule ha transitado a lo largo de su historia desde las profundas selvas del Darién hacia las islas que bordean Panamá. Con esa reflexión, Olowaili Green y Edilma Prada (comunicadoras del equipo intercultural de Agenda Propia) iniciamos el recorrido al territorio ancestral Capurganá o Tierra del Ají, ubicado entre Colombia y Panamá, al encuentro de las Dule Omegan, mujeres Dule.

A inicios de marzo de 2020, en una cálida mañana de unos 19 grados centígrados, salimos de la comunidad de Ibgigundiwala, Caimán Nuevo (Necoclí, Antioquia) hacia el puerto de Necoclí, ubicado a unos pasos de una calle comercial y zona de restaurantes del pueblo. Una vez allí, nos embarcamos en un yate público junto con unos 50 pasajeros, la mayoría extranjeros y algunos colombianos. Nuestro destino era Capurganá en el vecino departamento del Chocó, corregimiento turístico del municipio de Acandí, ubicado sobre el Golfo de Urabá.

Mientras avanzaba el recorrido y nos mojaba el agua salada de las grandes olas que se estrellaban contra la embarcación, Olowaili aprovechó para explicar que para su pueblo Gunadule “la mar” es “la abuela”.

–“Muu significa ancestralmente abuela, la sabedora, la que conoce todo, la que guarda los secretos de la humanidad, la que ve nacer el sol y permite que detrás de ella se oculte. Desde la mar también se ven las estrellas y la luna. De la luna queda el reflejo sobre las aguas que ilumina y guía a los navegantes de la noche”.

Bellas palabras de Olo (como le decimos cariñosamente quienes la conocemos), que muestran la conexión profunda que tienen los Gunadules con lo sencillo, lo sabio y lo natural.

En Colombia hay 2.610 habitantes del pueblo Gunadule (censo 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE), y en Panamá, 80.000 (censo oficial 2010, datos suministrados por el Congreso General de la Cultura Guna, principal autoridad tradicional de los Gunadules). En Colombia se concentran en dos resguardos: Maggilagundiwala, en Arquía, Chocó, e Ibgigundiwala, Caimán Nuevo, sobre la región del Golfo de Urabá en Antioquia. En Panamá están asentados en las 360 islas y arrecifes en las tres comarcas Guna Yala, Madungandí y Wargandi del territorio ancestral Dagargunyala (Darién) y en las nueve provincias panameñas.

Quienes viven en Colombia siempre viajan a visitar a sus familiares en Panamá, y quienes viven en Panamá cruzan el Golfo de Urabá para hacer lo propio del otro lado de la frontera. Olowaili recuerda que de niña, hace 16 años, fue a la comarca Guna Yala con su familia, su padre, Abadio Green Stocel; su madre, Amelicia Santacruz, y su hermano mayor, Okin Green Santacruz.

– “Esa vez viajamos en bote, era una madrugada de diciembre. Vi el cambio de colores en el mar: primero era grisáceo, medio sucio, porque el río Atrato desemboca con toda su fuerza y trae ese color. Luego, pasamos al mar verde, color esmeralda y seguimos con el color azul oscuro, característico de alta mar. Yo no le temo a la mar, la respeto como respeto a mi abuela. En este viaje vimos una familia de delfines con sus crías, dos delfines pequeños grises que nos seguían en nuestro camino. En la medida que cambiaban los colores de la mar, era como si cambiaran cosas en nuestra cultura de este lado, pero eso no quiere decir que seamos otros, somos los mismos, con un poco de diferencias en el acento y algunas costumbres, pero somos un solo pueblo, como la mar lo es con sus diferencias de colores”.

Así explica Olo su pueblo nativo.

Mientras conversábamos, el yate fue dejando pasajeros en Triganá y Acandí, dos lugares turísticos del territorio chocoano que quedan en la ruta a nuestro destino. Luego de dos horas de recorrido, llegamos a Capurganá.

Capurganá | Tierra del Ají

La Tierra del Ají, en lengua Dulegaya, es un sitio mágico por sus paisajes y lugares naturales, como la cascada del cielo, la piscina de los dioses, el cabo tiburón, los senderos en selva virgen y las playas El Aguacate y Soledad. Algunos de los lugares favoritos de los visitantes son las ensenadas (accidentes geográficos costeros) de La Miel y Sapzurro, puntos fronterizos de Panamá y Colombia.

– “Los abuelos narran que estas tierras eran de nuestros antepasados. Aquí estuvieron hasta principios de 1880. Me cuenta mi padre Abadio, quien investiga sobre nuestra cultura, que en ese entonces ellos fueron desplazados por una epidemia de sarampión y tuvieron que migrar hacia las islas de San Blas, a la Comarca Kuna Yala, donde viven desde entonces”.

Como dato importante y que explica el nombre del lugar en el que nos encontramos, Olo cuenta que su pueblo consume el ají para la protección y la prevención de enfermedades.

Unas 1.900 personas habitan Capurganá, la mayoría es población afro natural de Colombia y hay unos pocos extranjeros que establecieron posadas turísticas en el territorio. Allí, se vive de la pesca, la hotelería, los restaurantes, el turismo y la construcción.

Los Gunadules viajan de las islas de Panamá a Capurganá en Colombia para hacer mercado. Allí les favorece no solo la cercanía sino también el cambio del peso colombiano frente al panameño y la concurrencia de turistas para vender las molas (ropa en Dulegaya), su tejido ancestral. “Más que todo vienen las mujeres para vender artesanías, las molas. En temporada turística se ven bastante (los meses de enero, marzo o abril por Semana Santa, junio y diciembre). Ellas viven en las islas de San Blas, algunas son islas pequeñas y no todas están pobladas. Los indígenas tienen sus leyes y para entrar a las islas hay que pagar. La relación de acá con ellos es buena”, nos comenta Levis Caraballo, mujer de piel morena, robusta y alta, al tiempo que nos ofrece una limonada de coco.

Capurganá es un poblado pintoresco y rústico. En la calle principal, destino obligado de turistas, se consigue todo tipo de productos artesanales. Allí se encuentran los tejidos de las molas, con sus llamativas figuras, texturas y colores, y las telas de saburred que usan las mujeres indígenas como faldas. Cinco cuadras más adelante está la cancha de fútbol en donde niños y jóvenes afrocolombianos juegan en las tardes. En casi todas las calles del pueblo hay restaurantes, hostales, hoteles, cafés y bares, y en la playa se concentran los turistas para disfrutar de la arena y del mar.

Una vez llegamos a la playa, nos detuvimos un momento para observar el movimiento de personas y embarcaciones en el muelle principal de Capurganá. El atracadero es muy activo, constantemente llegan lanchas, pequeñas y grandes, con turistas, indígenas Gunadules, pescadores y migrantes. “Las personas que migran vienen desde lejos, muchas de Haití, Cuba, algunos países africanos y de la India. Por estas aguas se mueve de todo; también hay paso de contrabando y de drogas”, nos dice, en voz baja, uno de los pescadores. “Una vez en Capurganá, los migrantes hacen el paso a Panamá por Puerto Obaldía o por La Miel, es por las selvas del Darién, pura trocha, es algo más organizado, ya hay guías y hay un convenio para llevar a los migrantes. Hay gente que se encarga del tráfico, les hacen los papeles [a las personas], les ayudan a pasar; muchos han perdido la vida en estas selvas y este mar”, añade el pescador. El paso de migrantes es evidente. En Necoclí pudimos ver a unos 50 haitianos que habían sido detenidos por las autoridades colombianas; la emergencia del coronavirus incrementó los controles migratorios.

Mientras recorríamos por la playa en dirección a unas casetas de madera en donde las Dule Omegan venden las molas, reflexionamos sobre cómo Capurganá ha sido tierra de migrantes. En siglos pasados, los Gunadules caminaron y navegaron en búsqueda de armonía y ‘tierra firme’. En tiempos actuales, los extranjeros transitan por estas fronteras y territorios ancestrales a la espera de alcanzar Centroamérica para después llegar a México y así cruzar a Estados Unidos para cumplir “su sueño americano”.

Las Dule Omegan | Mujeres del pueblo Gunadule

A las Dule Omegan se les puede reconocer desde lejos por su vestimenta colorida. Sus blusas son floreadas en la parte superior y tienen tejidos de las molas cubriendo el abdomen y parte de la espalda. Las faldas o saburred, que llegan hasta la rodilla, son elaboradas con telas livianas. El dunnuedi (tela roja) cubre sus cabezas y el wini (pulsera elaborada con centenares de chaquiras diminutas amarillas, rojas, zapotes, negras, azules y verdes) adorna sus pies y manos.

Las mujeres dule son sonrientes, tímidas y tranquilas.

Miladys González Arteaga nos saluda en español y en su lengua dulegaya (“Degidde an ai”). La mujer, de 25 años, es de estatura mediana, cabello negro y corto, y sus ojos son café oscuro. Junto a ella se encuentran otras tres Dule Omegan. Con Olo se conocen desde niñas, de cuando iban a bañarse al mar en su comunidad. Miladys nos da la bienvenida y nos pregunta por qué estamos allá. Nuestra respuesta es: “En búsqueda de las mujeres Gunadules y de la historia del territorio ancestral”. Entonces, ella sonríe y abraza a Olo. No se veían hace siete años.

Ella vive en la comunidad de Anassuguna, una de las islas de Panamá y nos cuenta que el paso de frontera para los Gunadules es tranquilo porque no les piden documentos, aunque sí deben tener permiso de los saglas (caciques) para ingresar a las islas. Miladys dice que en el caso de los Gunadules provenientes de Colombia, ellos sí deben tener el pasaporte porque hay autoridades migratorias que los piden.

– “A nosotros no nos piden pasaporte en Puerto Obaldía (corregimiento de la comarca indígena Guna Yala), pero al llegar a la primera isla de Panamá nos piden el permiso del sagla, solo eso”.

Miladys dice que en Anassuguna viven en comunidad, son unidos y se colaboran entre todos. Este sentido comunitario lo explica con el ritual de Inna Dummadi, la fiesta de la libertad o la gran fiesta, que le hacen a las niñas cuando les llega su primera menstruación.

–“Cuando tienes una niña en pubertad, todas las mujeres de la comunidad llegan y ayudan a barrer, a prender el fuego y a preparar la bebida tradicional de maíz. De igual manera, los hombres. En nuestro territorio nos colaborarnos en todo”.

Según ella, los Gunadules de Panamá y de Colombia se quieren y se respetan.

–“Nosotros somos los mismos, hablamos y pensamos igual. Tenemos las mismas costumbres. Lo único que nos diferencia son las tierras, porque ancestralmente somos de selva, pero por cuestiones de la vida muchos migraron al mar… pero somos lo mismo”.

Aun así, Miladys reconoce que hay algunas diferencias con las Dule Omegan de Colombia. En Panamá, ellas siempre, todos los días, deben usar los winis y llevar el cabello muy corto. Sin embargo, cuando va a Caimán Nuevo, en Colombia, ella se ha dado cuenta de que no todas tienen los winis. “Acá en Panamá es obligatorio que las mujeres se los pongan y que se corten el pelo. Son normas tradicionales”.

Ahora, en lo que respecta al pueblo Gunadule, Miladys nos cuenta que en Panamá se vive del turismo y de la pesca artesanal. Los indígenas controlan la llegada de los visitantes –siempre abiertos a recibirlos y compartirles su cultura–, pescan en canoas –que ellos mismos elaboran–, y cuidan a los animales del mar –como las tortugas, los delfines y algunas especies en vía de extinción–. Unas de sus comunidades, incluso, generan electricidad con paneles solares.

En las islas también tienen necesidades: faltan servicios básicos, como el agua potable, y en varios sectores no hay energía eléctrica. Además, en algunas de ellas se presenta hacinamiento y el control de basuras o residuos sólidos es insuficiente. Los puestos de salud de la zona están en condiciones precarias y hay pocos botes para movilizarse en caso de una emergencia o cuando alguien se enferma. Adicional, los islotes también sufren por el calentamiento global, ya que el nivel del mar ha aumentado y hay más tormentas y huracanes, como lo informó, en julio de 2019, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Aun así, pese a todas estas necesidades, la vida en las islas es tranquila. Los Gunadules son una cultura autónoma que resiste y preserva su lengua propia (el Dulegaya), sus costumbres, su alimentación y, sobre todo, el tejido de la mola, este último en manos de las Dule Omegan y sus hijas.

–-“Eye an ai deyobbi, wegin an yer iddo deginigwale an iesuli bia an gwarulesa, an nabba, an nanagan, an wisi nabir neise visitar sabied, an nabir naoe”.

En su lengua materna, Miladys dice que si bien se siente feliz en Anassuguna, sabe y entiende dónde está su origen, su tierra, y dónde están sus padres. Ella nunca olvidará de dónde viene: de la selva.

Las mujeres que acompañaban a Miladys cuando nos encontramos prefirieron no hablar. Son respetuosas de la palabra y de sus caciques, saben que para otorgar una entrevista deben tener permiso de sus autoridades tradicionales. Sin embargo, aprovecharon el encuentro para enseñarnos sus winis y molas, sus tejidos, su protección.

Luego de tres horas de conversación, las Dule Omegan y varios hombres indígenas se dispusieron a comprar el mercado. En seguida, lo empacaron y lo subieron al bote. Esta vez regresaban a su comunidad con alimentos suficientes para pasar el periodo de aislamiento debido a la pandemia por el coronavirus; iban preparados para la cuarentena. Miladys dijo que el encierro lo pasarían con cuidados y rituales de sanación con baños de plantas medicinales.

El viento soplaba fresco y el sol empezaba a bajar de lo alto para ocultarse en medio de la inmensidad de las aguas del mar Caribe. Miladys partió, no sin antes manifestar su gratitud por el interés que mostramos en sus costumbres y su comunidad.

Nuestro viaje terminó contemplando la caída del sol en “la mar”. De frente al atardecer, agradecimos que pudimos recibir de los propios brazos de la abuela mar (sus olas) su energía femenina y poderosa, que nos daría fuerzas y esperanza para continuar con nuestro camino.

Nos despedimos de Capurganá, territorio ancestral de los Gunadules, sin imaginarnos que sería nuestro último viaje antes de que se cerraran las fronteras por la emergencia global de la Covid-19.

Esta historia es la última que reporteó el equipo periodístico intercultural de Agenda Propia en territorios indígenas, apenas ocho días antes de que el gobierno colombiano ordenara el cierre de sus fronteras marítimas y terrestres.

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