Díptico fotográfico. (Izquierda) El territorio de los Gunadules en la parte baja del resguardo Ibgigundiwala, Caimán Nuevo, está cubierto del monocultivo de plátano. (Derecha) La abuela (Nan dummad), Miguelina Álvarez se ubica sobre terrenos que con el paso de los años han perdido fertilidad. Su deseo es proteger las costumbres, por ello, se viste como la madre tierra, es decir, con el tejido de las molas.

Pablo Albarenga.
Colombia | Panamá

Miguelina teje su legado en las molas

Cocreadores

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Jun 15, 2020 Compartir

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Los indígenas Gunadules que viven entre Colombia y Panamá se consideran personas que habitan la superficie de la tierra. Añoran la selva, de donde son originarios, como lo recuerda Nan dummad (abuela) Miguelina Álvarez, de 72 años. Ella, desde el centro de su hogar, en el resguardo Ibgigudiwala, Caimán Nuevo, teje la mola para conservar el legado encomendado por sus ancestros: cuidar el territorio y regar las semillas de sus tradiciones.

Nan dummad daed | Su ser abuela

Con mucho cuidado, Nan dummad (abuela), Miguelina Álvarez Bonilla corta pequeños retazos de telas de colores que convierte en diminutas figuras: triángulos, cuadrados y círculos, y las va colocando sobre una tela negra. Luego, enhebra una aguja con un fino hilo rosado. Con sus suaves manos empieza a coser. El pensamiento y el espíritu de Nan dummad se unen para crear una mola, el tejido ancestral de las Dule Omegan, las mujeres del pueblo binacional Gunadule, presente en Colombia y Panamá.

Cada vez que Miguelina o Eiliggindili (su nombre en lengua Dulegaya que significa el nacimiento del hueso de la madre tierra) teje, narra una parte de su propia vida. En las molas, que se elaboran con telas que se sobreponen en capas, Miguelina diseña caminos, montañas, pájaros volando, las olas del mar, sus días, mitos, los laberintos de protección, y lo que ocurre en su resguardo Ibgigundiwala, Caimán Nuevo en el Golfo de Urabá, Antioquia, en donde nació hace 72 años.

La mola, ropa en Dulegaya, idioma materno del pueblo, es preservada por las Dule Omegan, por ello, Miguelina teje sus propias blusas. Su vestido tradicional lo complementa con el saburred (falda), que es una tela liviana que se consigue en Panamá. La mola también tiene un efecto protector para alejar las malas energías.

Mientras da puntadas uniformes con el hilo rosado, Miguelina habla de sus raíces, añoranzas y del territorio.

– “Ancestralmente no nos decían Omegan (mujeres), nos llamábamos Nangan que significa ser madres, ser mujeres”.

Dice la abuela, en su lengua materna.

– “Nuestros creadores nos bajaron de las estrellas a cuidar los ríos, las plantas, nuestras semillas”.

Las palabras de Nan dummad suenan como poesía, al tiempo que Olowaili Green, su nieta y comunicadora del equipo intercultural de Agenda Propia, traduce.

Miguelina es el centro de la familia Santacruz Álvarez. Ella vive con Manuel Santacruz Lemus, de 90 años, quien es su sui (esposo) desde hace 55 años. Tienen cinco hijos, 20 nietos y 16 bisnietos. Su hogar es numeroso, como lo son las familias de los Gunadules. En su cultura tratan de preservar las costumbres propias, por ello, se casan entre miembros de la misma etnia; en caso de no hacerlo, no reciben la tierra y la casa que usualmente heredan de sus padres.

La casa de Miguelina es amplia y está hecha en madera. El frente está pintado de color verde como el totumo biche. Alrededor hay un gran jardín colorido; sembradíos de cacao –el fruto sagrado de su pueblo–, yuca, maíz, palmeras de coco; frutales de naranja, guayaba, mango, guamas, chontaduro, y grandes extensiones de cultivos de plátano. También hay plantas medicinales como la hierbabuena y la albahaca. Su vivienda queda muy cerca del mar Caribe, a 20 minutos de Necoclí, Antioquia.

La cocina de Miguelina es muy tradicional. Allí usan fogón de leña y ollas grandes; totumos secos y palos de madera para cernir, colar y revolver los alimentos. En grandes canastos, elaborados por el abuelo Manuel con fibra de palma de iraca, guardan los utensilios. En el hogar de Miguelina nunca falta el café, que ella prepara a las seis de la mañana, hora en la que todos se levantan para ir a trabajar al campo. Tampoco falta el madun (bebida tradicional a base de plátano maduro y cacao) y el pescado con yuca y patacón.

– “Por nuestros creadores estamos acá en esta tierra, por ello, tenemos tierra fértil para sembrar y comida. Cada vez que me baño, pienso en nuestros creadores, siempre hay que agradecer y se siente bien pensar en ellos”.

Miguelina cierra la frase con una tierna sonrisa. Y sigue con el tejido de la mola.

Para Miguelina, el lugar preferido de su casa es el pasillo que se ubica en toda la entrada. Este se ilumina con la luz natural que traen los días soleados, característicos del Golfo de Urabá. Allí hay una mesa de madera, en donde ella pone las telas, las agujas y los pequeños retazos, y en dos sillas se acomoda para tejer: mientras en una se sienta, en la otra estira sus delgadas piernas. Luego, sobre su regazo, coloca las telas y algunos hilos. Desde allí, la abuela observa el jardín, saluda a quienes llegan a la vivienda y se inspira para crear historias que luego quedan en las molas. Miguelina teje de lunes a domingo, casi seis horas al día.

En su casa, lo único que la incomoda es el ruido de los carros, que pasan día y noche a apenas dos metros de distancia. Ese ruido la lleva a conversar sobre los cambios que ha tenido el territorio. Cierra sus ojos y recuerda su infancia.

E nega | Su casa, su territorio

Miguelina nació en Caimán Alto, a seis horas a caballo de donde vive actualmente. Hace 72 años, esa parte del resguardo era selva virgen conocida como el territorio del tucán, ave de plumaje negro y amarillo, de gran pico, que abundaba en la selva. También había venados, monos tití y osos perezosos, especies que hoy se encuentran en vía de extinción.

– “Se escuchaban loros, pájaros. Podíamos comer carne de monte. No comprábamos arroz, todo lo sembrábamos. Trabajábamos las mujeres en traer el arroz, en ir a mirar la caña, cortar plátano e ir a recoger leña al monte”.

La abuela también cuenta que en su comunidad tomaban chicha de maíz, cazaban y pescaban. Entonces, había sal natural y consumían bebidas a base de maíz y plátano.

– “Comíamos sal y no era la sal normal, como la de ahora, sino que era como un cuadro, los hombres iban a buscarla, iban a desenterrarla. Ahora, hay que comprar la sal y se acaba rápido, igual que el azúcar. Nosotros no tomábamos gaseosas sino nuestras bebidas tradicionales, inna y madum, todo es cocinado”.

La abuela Miguelina menciona que su etnia viene de la selva.

Los relatos y escritos narran cómo los Gunadules tiempo atrás, hace 500 años, vivían en la selva. El pueblo es originario del Darién, también conocido como el Tapón del Darién, territorio extenso bordeado por los mares Caribe y Pacífico. No era ni Colombia ni Panamá, era la tierra de varios pueblos indígenas: Wounaan, Emberas y Gunadules. Sus hombres y mujeres se dedicaban a la caza, a la pesca, a la recolección de frutos y al tejido. Pero desde la conquista de los españoles, los Gunadules se fueron enfermando, muriendo y desplazando. Parte de sus territorios pasó a manos de concesiones mineras y bananeras. También grupos armados ilegales, como guerrillas y paramilitares, usaron sus tierras como corredores del narcotráfico, lo que terminó desplazándolos y confinándolos. En 2009, la Corte Constitucional de Colombia, en el Auto 004 declaró que 34 pueblos indígenas, entre ellos, Gunadule, Wounaan, Emberas, están en riesgo de exterminio por desplazamiento o muerte natural o violenta de sus integrantes. En la actualidad, las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo advierten que los pueblos indígenas que habitan en el Litoral Pacífico y el Darién siguen en riesgo.

Hoy, las comunidades del pueblo Gunadule se encuentran asentadas en 360 islas y arrecifes en tres comarcas indígenas en Panamá (Guna Yala, Madungandí y Wargandi), en el territorio ancestral Dagargunyala (Darién) y en las nueve provincias que hay en el vecino país, donde habitan 80.000 personas (censo oficial 2010, datos suministrados por el Congreso General de la Cultura Guna, principal autoridad tradicional de los Gunadules). En Colombia, de acuerdo con el censo 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el pueblo tiene 2.610 habitantes, quienes viven en dos resguardos: Maggilagundiwala, en Arquía, Chocó, e Ibgigundiwala, Caimán Nuevo, sobre la región del Golfo de Urabá en Antioquia. Este último se divide en tres comunidades: Caimán Bajo, Medio y Alto.

La abuela también comenta que antes no era problema pasar de un país a otro, pues es su territorio. Desde que hay puntos de control, las personas deben presentar su cédula o documento de identidad de cada país. Esto ocurre en Sapzurro, corregimiento colombiano del municipio de Acandí (departamento del Chocó), fronterizo con Panamá, y en Puerto Obaldía, corregimiento de la comarca indígena panameña de Guna Yala, ubicado en la frontera con Colombia.

“Ahora tenemos que tener papeles para pasar la frontera. Si no tienes papeles, no puedes pasar. Antes era así: solo era montarnos al bote e irnos. Salíamos a las 3 de la mañana y dormíamos en Sapzurro, y al otro día cogíamos rumbo para llegar a Gunayala. Antes no existía Puerto Obaldía, no había Wagas, no había personas que te exigieran los papeles”, comenta.

Emis | Su presente

Miguelina, al casarse con el abuelo Manuel Santacruz, quien fue cacique mayor de la comunidad, se trasladó a vivir a Caimán Bajo, un sector más cerca al mar. De la espesa selva pasó a habitar un territorio menos verde pero de tierras fértiles y bien conservadas. Con los años, los terrenos empezaron a cambiar. Los paisajes se convirtieron en pastizales y en extensas hectáreas de plátano.

La abuela detiene un momento el tejido para ir al jardín, desde donde muestra una zanja de dos metros de ancho. Cuenta que hace 20 años, por allí corría agua pura y era una quebrada en donde cogían camarones y cangrejos, y lavaban la ropa.

– “Antes solo me sentaba a mirar a los pájaros que cantaban alrededor de la casa, no se sentía ningún ruido. Si queríamos ir al río o a la quebrada a coger camarones, lo hacíamos, había abundancia de todo, y es triste ver que ya no tenemos qué comer; los ríos y las quebradas se me secaron”.

Dice Nan dummad, la abuela, con un tono de voz pausado. Añora.

Desde la zanja, cerca del jardín, corre una cálida brisa que mueve solo hojas secas.

– “Cuando era pequeña no había carros, pero cuando tuve mi primera hija hicieron la carretera que viene desde Medellín. Por ahí hace 62 años”.

Miguelina habla de la vía que atraviesa el resguardo Caimán Nuevo y que comunica a las ciudades de Medellín en Antioquia con Montería en Córdoba. Alrededor, solo hay cultivos de plátano y más adelante potreros con ganado.

En 1950 se empezaron a talar los bosques para sembrar pastos. Diez años después, inició la siembra del plátano como monocultivo. Esas décadas las recuerda con claridad el abuelo Manuel Santacruz Lemus con su memoria prodigiosa. Manuel ha visto cómo sus tradiciones ancestrales pasaron de sembrar yuca a vivir del plátano. “Nuestros ancestros nos habían advertido que esto iba a ocurrir. En 1900 empezó a darse lo del monocultivo. Nos decían que llegaría un momento en el que los wagas (gente no indígena) llegarían a nuestras tierras a quitarlas, a coger todas nuestras riquezas (…) y los wagas empezaron el monocultivo y a usar el dinero porque antes era por trueque, el intercambio para comer”.

Una de las economías en el Golfo de Urabá es la venta de plátano para exportación. Unas 29 familias Gunadules de Caimán Bajo son dueñas de las plataneras. Ellas mismas cultivan, deshojan, limpian y cuidan los plátanos que luego empacan en cajas para la venta. Grandes camiones llegan hasta el borde de la carretera recogiendo los mejores frutos, que luego son llevados a depósitos y, finalmente, exportados a mercados internacionales, entre ellos, Europa. Además de vender el plátano, los Gunadules también lo cultivan para su alimento y preparan las bebidas tradicionales; es el principal sustento de la economía familiar. “Tenemos pocas hectáreas por familia. Yo, por ejemplo, tengo seis de plátano para exportar y comer. Trabajamos con Banacol que lleva los plátanos a Europa. Ellos pagan por caja. Ahorita [a marzo de 2020] está a 35.000 pesos colombianos por caja, aunque el valor depende del dólar, como sube y baja”, explica Yarlín Izquierdo, Gunadule de la región. Yarlín además comenta que ellos, los indígenas, ofrecen empleos a campesinos de la zona y también aportan para las reuniones que tienen con sus autoridades tradicionales, y para los bulagwe arbae o trabajos comunitarios para mejorar las condiciones de la región.

En Caimán Bajo, donde vive la abuela Miguelina, la comunidad subsiste del plátano. No ocurre lo mismo con las comunidades de Caimán Medio y Alto, en donde cultivan yuca, arroz, zapote y aguacate.

El monocultivo ha afectado la tierra. Muy cerca del resguardo indígena se observan avionetas que esparcen pesticidas por los aires, sin ningún control. Algunos pobladores aseguran que las fumigaciones contaminan los terrenos, aguas y personas que se movilizan por esa carretera. El monocultivo también han traído cambios a la cultura. “Las empresas imponen las fechas para el corte del plátano y ya la obediencia de los cultivadores a lo ancestral va desapareciendo”, dice Abadio Green Stocel, sabedor y líder indígena Gunadule.

Para Abadio, preocupa que la parte comunitaria y tradicional empiece a desaparecer “porque las personas se están volviendo egoístas. Por ejemplo: ya se construyen las viviendas a su manera, antes se construían las viviendas a nivel comunitario porque se necesitaba del otro, pero ahora como ya tengo dinero, ya construyo a mi manera y va desapareciendo la construcción de casas no tradicionales”, agrega.

Nan dummad, la abuela, sabe que el pasar de los años ha traído cambios. Los paisajes, los cultivos, el clima y hasta su propio cuerpo han cambiado, pero lo que se mantiene es la mola, por eso se aferra a su tejido y lo conserva con el alma.

E soged | Su compartir

Luego de caminar cerca de la zanja y de recordar la quebrada, Nan dummad camina un poco y busca algunos frutos que han caído al suelo, como el mango. Luego, vuelve a la casa y va a la cocina a preparar la cena (cangrejo con caldo de coco y plátano cocido), la cual compartirá con Teodonilda, la menor de sus hijas mujeres; Manuel, el abuelo, y su bisnieto Camibe, quienes viven con ella. En las noches, Miguelina ve televisión junto al abuelo y su familia. Además, entre todos conversan de las necesidades del resguardo (como la falta de agua potable y la débil justicia propia), de los jóvenes que ya no quieren seguir las tradiciones, y de las reuniones con los saglas (caciques) en el onmaggednega, la casa donde se teje la palabra en comunidad.

Miguelina aún sigue conservando la costumbre de dormir en hamaca y ubica su cabeza del lado oriente, donde nace el sol. Así, se garantiza tener un buen día.

Como casi todos los días, cuando se asoma el sol radiante entre palmeras y plataneras, ya Miguelina ha preparado el café. A las 8 de la mañana, ella vuelve al tejido, a seguir con la mola. Esta vez, agarra un hilo violeta con el que borda unos cisnes que ubica a ambos lados de los laberintos de la protección, delgados caminos que asemejan el recorrido de la vida. Nan dummad regresa al mismo lugar de la casa, al pasillo que se ubica en toda la entrada de su casa. Hay mañanas que la acompaña su hija Teodonilda, quien también teje. A veces llegan sus bisnietos. Y desde la baranda de madera, siempre, todos los días, le habla, le saluda y le mira con ternura, el abuelo Manuel.

Miguelina le ha enseñado el tejido a sus hijas y a sus nietas. Este es un oficio que se les transmite a las niñas desde muy pequeñas y que conservan toda la vida, como la lengua. Los Gunadules además tienen fortalecida la cultura con los cantos que entonan los saglas (caciques) en medio de ceremonias. También aprenden y se aferran a la siembra del cacao y del plátano, y en su cultura creen que el que más siembra tendrá mucha abundancia en el reino de los dioses, es decir, después de la muerte.

Muu | Su abuela ancestral

Nan dummad deja de tejer para regar semillas; rociar las flores y plantas medicinales; preparar los alimentos; visitar a su familia, y encontrarse con su abuela ancestral, Muu, la mar en donde deja sus pensamientos.

Miguelina dice que es tradición que las mujeres de su resguardo bajen al mar. En las playas recogen leña y mientras caminan junto a sus hijos y nietos les transmiten el saber del cuidado de la tierra y de “la mar”. También comparten momentos en familia cuando se bañan y pescan. Además, desde las aguas de “la mar” los Gunadules se sienten conectados con sus hermanos que viven en las islas de Panamá.

Mientras ve cómo se oculta el sol en medio de la inmensidad de las aguas azuladas de “la mar”, Nan dummad le pide a sus dioses, a sus creadores, que la guíen, que guarden a sus Gunadules y que le permita más días de vida para seguir contando historias en sus molas.

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