“Seguimos conectados a nuestros ancestros”, Karla
En esta historia, Karla Lucía Uriana González, de once años, comparte su sentir y vivencias en Colombia y Venezuela.
En las noches, Paola Vanessa González y las mujeres de su comunidad se reúnen para preparar los alimentos. Así, mantienen una de las costumbres de su pueblo, el Wayuu, y la comparten con los niños y las niñas.
Pablo Albarenga.Consulta este contenido en los idiomas y lenguas
Entre Colombia y Venezuela, la líder indígena Paola Vanessa González se divide entre dos comunidades mientras lucha por el futuro de sus hijos y por mantener su arraigo a su familia y sus ancestros. Su historia también es el reflejo del ir y venir de los Wayuu entre un país y el otro, y las dificultades que atraviesa este pueblo por la falta de agua y por tener dos identidades.
Saa’ainru’u | Su sentir
El caminar de Paola Vanessa González se mueve entre dos rancherías: una es Ruanamana, del lado venezolano, distante a tan solo 20 minutos del hito que le separa de Colombia, y la otra es Perra’a, ubicada en el corregimiento de Paraguachón en Maicao, a 10 minutos a pie de ‘la raya’, control migratorio entre los dos países. En la primera nació y allí están su abuela, su cementerio ancestral y sus rebaños; en la segunda, tiene la esperanza de encontrar un futuro mejor para Elías Matías Castillo González y Eli Javier Castillo González, sus hijos de tres y cinco años, respectivamente.
Paola tiene 27 años y es del e’iruku (clan) Uliana. Una tarde de junio de 2018, buscando un mejor sustento para su familia, viajó con su esposo, Enrique Castillo, sus dos hijos, hermanas y sobrinos en tres burros desde Ruanamana hasta Perra’a, una ranchería de tierras secas. Como la situación económica y política empeoró en Venezuela y desde 2015 los cierres de la frontera entre ambos países han sido frecuentes, la familia decidió mudarse al lado colombiano. Se cambiaron de lugar para asegurarles la escuela, la alimentación y el transporte escolar a los niños y niñas de la comunidad.
– “Hicimos una reunión con las madres y les dijimos que era mejor irnos para Perra’a. Cuando llegamos había un árbol y fue ahí donde colgamos nuestros chinchorros (hamacas)”.
Así relató Paola la mudanza. Ella, quien también es líder de su comunidad, acompañó y ayudó en el traslado de otros parientes y miembros de su pueblo.
– “No se podía estar bien (en Ruanamana) porque no había trabajo, ni estudio para los niños”.
En 2018, unas 25 familias llegaron a Perra’a. Ya para enero de 2020, la población alcanzó a tener más de 380 habitantes, la mayoría de ellos retornados de Venezuela. Sin embargo, esta es una población flotante, va y viene, por lo que los números fluctúan constantemente.
– “La primera noche no pudimos dormir porque estábamos mal por el simple hecho de que no nos sentíamos en nuestro territorio”.
Si bien el pueblo Wayuu no reconoce la frontera entre ambos países (su territorio ancestral de 37.300 kilómetros comprende desde la península de La Guajira en Colombia hasta el lago de Maracaibo, donde termina la Serranía del Perijá en Venezuela), las raíces de Paola, según cuenta, están en Ruanamana. Lo más difícil de irse ha sido dejar a su abuela María González, a su rebaño con sus chivos y ovejas, a sus cultivos y, en especial, al cementerio en donde están los huesos de su madre.
En Ruanamana las tierras son más verdes, fértiles y extensas comparadas con las de la comunidad de Perra’a, ranchería que se formó en un terreno árido al lado de la vía principal internacional que comunica a Riohacha, capital de La Guajira en Colombia, con las poblaciones de Guarero y Paraguaipoa en Venezuela. En Perra’a, los días son calurosos. En la noche el ambiente es fresco y tranquilo, desde allí, casi todo el año, sus cielos despejados permiten observar la luna y el cielo estrellado.
Paola y su esposo construyeron la casa en Perra’a con barro y trupillo (madera típica de la región), como son las viviendas de los Wayuu en el desierto de la Alta y Media Guajira. Allí, algunos de los ranchos están elaborados de cauchos plásticos y cartón que cubren con hojas de zinc para resguardarse del Kaii (sol) y del jouitai (viento) fuerte que abraza a los habitantes de estas tierras.
La cocina está afuera en una enramada de láminas de zinc. Paola comparte este lugar con sus hermanas y mujeres de la comunidad. Allí, en las madrugadas, prenden la leña para preparar el café que luego toman en pequeños pocillos de plástico mientras conversan sobre lo que soñaron la noche anterior. Para el pueblo Wayuu, el lapü (sueño) guía el camino, por lo que es tradicional que el saludo de las abuelas y las madres siempre inicie con la pregunta: ¿Qué soñaste?, conversación casi mágica para quienes son ajenos a su cultura.
En Perra’a no hay agua potable, como es el caso de la mayor parte de las comunidades indígenas en La Guajira colombiana. Sin embargo, hay un jagüey, un reservorio, a donde van las mujeres todos los días a llenar los timbos (botellones) con el agua que usan para lavar los trastes de la cocina y la ropa. Paola suele ir hasta allá con el mayor de sus hijos, y mientras envasa su ración diaria, le enseña sobre la importancia de ahorrar y proteger los nacimientos de agua.
En la ranchería hay, además, otros problemas, como la escasez de alimentos y el bajo peso en algunos de los niños y las niñas, como es el caso de uno de los hijos de Paola.
La autoridad tradicional de Perra’a, Omaira Barliza, del clan Ipuana, asegura que del lado colombiano, sus hermanos Wayuu tienen un poco más de garantías de derechos básicos y atención: “Cuando cerraban las fronteras, los niños se quedaban sin estudiar. Las condiciones del lado de Colombia son un poco mejores, incluso llegan ayudas internacionales. Desde acá podemos gestionar más apoyo, estamos a un paso de Venezuela, pero sentimos la crisis”.
La historia del retorno de Paola es similar al de centenares de indígenas Wayuu que volvieron a su territorio ancestral debido a la crisis social en Venezuela. Según Migración Colombia, Maicao es el municipio de La Guajira con el mayor número de migrantes (indígenas y no indígenas): de enero a junio de 2019 se contabilizaron 20.100 personas que se establecieron tanto en el área urbana como rural de esta zona.
Los Wayuu (380.460 en Colombia –Censo 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE– y 415.498 en Venezuela –Censo 2011 del Instituto Nacional de Estadística, INA–), se consideran hijos de mma (tierra) y juya (lluvia) y son caminantes y tejedores por naturaleza. Los abuelos narran que sus antepasados, por allá en el siglo XVI, atravesaron el desierto del lado colombiano hacia el Estado de Zulia, en Venezuela, en búsqueda de alimento y trabajo. Entonces, muchos se establecieron en Marakaaya (Maracaibo), capital del Estado, en donde por décadas siguieron sus vidas y desde allí ayudaron a sus hermanos Wayuu que se quedaron en la parte desértica en la Alta Guajira. En las décadas de 1970 y 1980 se dio un segundo periodo migratorio del pueblo de Colombia hacia Venezuela para huir de la violencia generada por la ‘bonanza marimbera’ (cultivo y exportación ilícita de marihuana), y en los años de 1990 y 2000 llegó un tercer periodo a razón del conflicto armado interno colombiano. Fue este último el que hizo que la Corte Constitucional de Colombia, en 2009, declarara que el pueblo Wayuu, al igual que otros 33 pueblos indígenas, estaban en “riesgo de exterminio por desplazamiento o muerte natural o violenta de sus integrantes” mediante el Auto 004.
Después de las oleadas migratorias que llevaron al pueblo Wayuu y a tantos otros colombianos a moverse de Colombia hacia Venezuela, desde hace cinco años miembros de este pueblo indígena se han sumado a los caminantes que abandonan ese país y cruzan la frontera; retornan porque las condiciones de vida en Venezuela se han complicado: no hay fuentes de trabajo y escasean los alimentos y las medicinas.
Suchikuakat | Su realidad
– “No podemos dejar las tierras abandonadas. Allí tenemos cultivos y animales con los que sobrevivimos”.
Paola explicó que los animales y cultivos que tienen en Ruanamana los venden para comer, y así se ayudan cuando las crisis se hacen más fuertes, como cuando cierran y militarizan la frontera o cuando, como ahora, por la pandemia de la Covid-19, las pocas opciones de trabajo que tenía la comunidad, como la venta de productos en los caminos, son suspendidas.
Antes de la emergencia sanitaria que en Colombia inició en abril de 2020, cuando el sol empezaba a brillar en Perra’a a las seis de la mañana, los niños eran llevados a la escuela en el corregimiento de Paraguachón. Luego, las mujeres y hombres de la comunidad empezaban a alistar sus cajas de icopor (poliestireno expandido) con hielo, botellas de gaseosa y bolsas de agua previamente adquiridas en Maicao, para revenderlas en ese corregimiento, ‘la raya’ y la vía principal que comunica ambos países, muy transitada por viajeros y migrantes. Los hombres también solían trabajar como carretilleros (moviendo mercancías o equipajes de viajeros), vendedores de gasolina y mercadería (algunas de contrabando) y comercializaban carbón.
Hoy, todo ha cambiado.
Otro modo de subsistencia del pueblo Wayuu es la venta de chinchorros (hamacas), mochilas y waireñas (zapatillas) a los alijunas (personas no indígenas). Desde que tiene memoria, Paola recuerda a las Jieyuu Wayuu, como se les conoce a las mujeres de su pueblo, tejiendo mientras cuidaban a los niños y a las niñas.
Las Jieyuu Wayuu además tienen la misión, desde la línea matrilineal, de transmitir los conocimientos ancestrales, la lengua y los saberes que han sido heredados por los alalayu (abuelos) a las nuevas generaciones. En Perra’a, en Ruanamana y en cualquier comunidad de este pueblo indígena, la mujer es el centro. Por eso, Paola guía a su comunidad (integrada por varios e’iruku) y a su familia.
La experiencia de vivir en un solo territorio ancestral dividido por fronteras impuestas se manifiesta a través de la doble identidad que tiene la mayoría de los miembros de su pueblo. Por ejemplo, según explicó Paola, mientras en Venezuela una persona Wayuu se llama de una manera, tiene una edad y unos estudios específicos, en Colombia, la misma persona tiene otro nombre y edad, y sus estudios no son válidos. Si bien usualmente los Wayuu se culpan a sí mismos porque cuando eran jóvenes tomaron la decisión de sacar las cédulas con dos nombres, varios de ellos insisten en que tanto las autoridades tradicionales (del pueblo) como las que entregan las cédulas en ambos países (de los Estados), no les orientaron sobre la importancia de tener una sola identidad.
Es el caso del hermano de Paola, quien en Venezuela se llama Nilo Rodrigo González y en Colombia es Rodrigo González. Lo mismo ocurre con su abuela, sus tíos, primos, sus hermanas y la mayoría de sus parientes. Yoseany Migleidy González González –en Venezuela– y Génesis González González –en Colombia–, hermana de Paola, contó que “algunos me dijeron que uno tenía que cambiar su nombre porque si uno salía con el mismo nombre que tenía en Venezuela era un delito. Pero eso era todo lo contrario. Cuando tenía 20 años empecé a entender cómo era eso, a comprender el tema de la identidad”, aseguró.
En la familia de Paola sintieron el tema de la doble identidad cuando se mudaron. Yoseany, como prefiere que la llamen, dijo que en Colombia “no es nadie, solo tengo mi cédula y ya”. En cambio, en Venezuela es bachiller y se graduó de técnico en informática. “Los estudios aquí (en Colombia) no valen, no he logrado conseguir un buen trabajo”.
El caso de Paola es parecido. En Venezuela terminó el colegio mientras en Colombia no tiene estudios.
– “Voy a ver si resuelvo los papeles para poder estudiar la carrera que he querido, medicina o educación. Me gusta lo de maestra o seño, como se les dice en Colombia”.
Si bien Paola y Yoseany reconocieron la importancia de la doble nacionalidad y que no existan las fronteras en sus territorios, coincidieron en que tener dos identidades es un problema para ellas. Consideran que los gobiernos de ambos países deben reconocer sus derechos a la educación, a la salud y a un trabajo digno, y validar sus estudios y experiencia laboral de cualquier lado de la frontera.
Süpüne | Su camino
Además del paso oficial entre Colombia y Venezuela, también hay trochas, caminos no pavimentados, que comunican ambos territorios. Por estos senderos, a los cuales se tiene acceso desde el puente de Paraguachón, Paola y su familia se mueven de una comunidad a otra. En ese punto, ubicado a menos de un kilómetro de la zona de ‘la raya’ y del control migratorio, la familia suele desviarse de la vía principal para adentrarse en la trocha y caminar más rápido. Según Paola, andar por esa ruta es peligroso.
En la frontera que tiene el departamento colombiano de La Guajira con Venezuela hay unos 249 kilómetros y unas 200 trochas. Para los Wayuu, estos son sus caminos tradicionales ya que muchos se dirigen hacia varias rancherías, pero en lo que respecta a las autoridades migratorias, estas son rutas ilegales por el tráfico de contrabando que se ha vivido históricamente en esta zona del país.
En septiembre de 2019, la Defensoría del Pueblo colombiana emitió una alerta temprana advirtiendo el riesgo para el pueblo Wayuu, en específico, y la población civil, en general, al transitar por las trochas debido a la presencia de grupos de delincuencia transnacional que controlan “los pasos irregulares o trochas, que son reconocidos como corredores de movilidad y que históricamente han sido utilizados para el tránsito de personas y mercancías que entran a Colombia sin pago de impuestos”. En el caso particular de las trochas ubicadas en Paraguachón, la Defensoría asegura que estos grupos “estarían ejecutando robos y extorsiones a los transportadores y personas, homicidios selectivos, violencia sexual, e inserción en dinámicas de economías ilegales tales como el contrabando de gasolina, armas y narcóticos, así como enfrentamientos entre actores armados ilegales, y también con la fuerza pública venezolana y colombiana”.
– “Para nosotros, los Wayuu, no existe la frontera. Nadie nos dice que no podemos pasar porque aquí nadie nos ve como otros, aquí valemos lo que valen los mismos colombianos o los mismos venezolanos. Entramos, salimos, así como estamos caminando, estamos casi saliendo de Colombia para Venezuela”.
En ese punto, los Wayuu ejercen un rol de coordinación en la movilidad de los vehículos que ingresan a sus territorios.
Después de media hora de camino desde que se abandona la ruta principal en Paraguachón, está el hito 42 (también conocido como el mojón), un muro de cemento que fue construido en 1960 y que indica la separación de los dos países.
En temporada de lluvias, los meses de septiembre a noviembre, la tierra del camino se vuelve barro, afectando el tránsito de las personas. Sin embargo, conforme la ruta se acerca a Perra’a, como la arena es distinta, esta suele secarse más rápido y no se presentan esos inconvenientes.
– “Cuando llueve nosotros no sufrimos tanto, aquí toda el agua la consume bien la tierra y se seca rapidito”.
En esa trocha es común ver a indígenas que se movilizan en burros con timbos en busca de agua. En ese lado de la frontera, el pueblo Wayuu también carece del líquido apto para consumo humano.
– “Gracias a esta naturaleza que nos ha dado tanto tenemos algo para transportarnos que es el burro, diariamente son los que usamos aquí en nuestra tierra Wayuu”.
Ruanamana se ubica a 45 minutos a pie de Paraguachón. En la ranchería de Paola hay ganado, rebaños de ovejos y chivos, y sembradíos de maíz, sandía, melón y fríjol. Allí, las tierras son más fértiles y verdes. También hay un jagüey en donde las mujeres lavan la ropa, los animales beben y los niños y adultos se bañan. En esa ranchería viven 86 familias y la mayoría de sus habitantes se desplaza a Colombia a vivir por temporadas.
Al llegar a la ranchería, Paola siempre visita a su abuela María del Carmen González de 90 años, quien vive en una casa hecha de trupillo y barro.
– “La amamos. Venimos solo por ella”.
En Ruanamana Paola también tiene su propio rancho en construcción.
– “Allí yo vivía con mis hijos. La casa debemos repararla”.
Saalii sou mmakat | Su arraigo
El arraigo de Paola al territorio también está ligado a sus costumbres. A unos 20 metros del rancho de su abuela se encuentra el cementerio en donde “descansan” sus ancestros y su madre.
El camposanto representa el origen para el pueblo Wayuu. Allí se desvanecen los cuerpos a través del tiempo y vuelven a ser parte de mma (tierra). Este lugar también representa el amor que va más allá de la muerte, porque se siguen visitando y recordando a las personas que ya partieron a Jepira, lugar que según su cosmovisión es el espacio sagrado a donde van a descansar las almas.
Paola visita el lugar con frecuencia. Siempre lo hace en silencio y con respeto porque es una tierra sagrada. En el cementerio hay un pequeño cuarto donde está la tumba de su madre, el lugar es de paredes blancas y se ilumina con la luz natural que llega de una rendija en el techo.
– “Aquí está mi mamá, la persona que nos trajo al mundo, que me dio la vida, que gracias a ella somos lo que somos, gracias a ella estamos aquí. Nos dejó solos, pero ha estado con nosotros siempre. Venimos para acá como si la tuviéramos viva, cualquier problema o alegría se lo contamos a ella, venimos a visitarla. La costumbre de los Wayuu es visitar a sus muertos”.
Paola contó que los huesos de su madre están allí desde 2010. Años después ella misma los recogió y limpió en la ceremonia del Ayula Jiipü (segundo entierro o exhumación) que para su pueblo es un momento sagrado y muy espiritual.
– “Yo hice el ritual de ella, porque yo me siento agradecida por mi mamá, porque ella fue la persona que me cuidó durante mi niñez, cuando nací, en todo. Cuando tenía ocho años nos dejó, pero aquí está siempre para nosotros”.
Al visitar su tumba, Paola siempre se queda un buen rato en ese cuarto, para hablar con su madre, agradecerle y orar.
El arraigo por su tierra en Ruanamana es muy profundo, es una conexión natural con sus costumbres, es el amor profundo hacia su madre que le dio la vida, es el respeto a su identidad propia. Su arraigo es, sobre todo, una muestra auténtica de su ser Wayuu.
Siempre que sale del cementerio, Paola se siente más serena y convencida de que debe seguir caminando entre ambos territorios para seguir su lucha motivada por la esperanza de formar, acompañar y guiar a sus hijos y a los hijos de su comunidad. Y, sobre todo, para mantener sus costumbres como mujer indígena.
Aunque esta historia se reporteó antes de la pandemia global, Agenda Propia actualizó el estado de Paola y su comunidad mientras producía este especial. En tiempos de Covid, las madres siguen resistiendo en Perra’a. Allí, unas cinco mujeres cuidan a 20 niños y niñas que reciben clases mediante guías impresas enviadas por la escuela y a través de teléfono. Sin embargo, debido a la emergencia sanitaria, la mayoría de los miembros de la comunidad caminó de vuelta a sus territorios de origen, entre ellos Paola, quien ahora vive con su abuela y se moviliza poco entre ambas rancherías por las restricciones. “Yo sigo conectada con Perra’a”, contó Paola vía telefónica, “allí viven mis parientes, nos devolvemos por los mismos caminos ancestrales para seguir tejiendo la palabra y acompañando nuestros sueños de vivir mejor y con dignidad”.
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