En el resguardo de Maticurú viven 87 familias del pueblo indígena Coreguaje.

Edilma Prada Céspedes.
Colombia

Resguardo indígena Coreguaje: acorralado en su propio territorio

Cocreadores

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Nov 28, 2022 Compartir

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En la región amazónica del Caquetá, en Colombia, las tierras del resguardo indígena Coreguaje de Maticurú, de 577 hectáreas, han sido invadidas por colonos, ganaderos y madereros. Su cultura y forma de vida están amenazadas. Su territorio es cada vez más pequeño, escasean los animales para la caza y están rodeados de bandas criminales.

*Esta historia es una alianza periodística entre Agenda Propia y Mongabay Latam.

Las 87 familias del resguardo indígena Maticurú del pueblo Coreguaje, consideradas “gente de tierra”, dicen sentirse “acorraladas” en su ya reducido territorio de 577 hectáreas, ubicadas en el margen izquierdo de la quebrada Maticurú, jurisdicción del municipio de Milán (Caquetá).

Con el paso de los años, colonos, madereros y ganaderos se han apropiado de una parte de las tierras de los coreguajes; respaldados por los grupos armados ilegales, los invasores han tumbado la selva para la ganadería extensiva y la siembra del cultivo ilícito de coca. A su paso, han acabado con las especies de fauna y flora más preciadas para los indígenas. 

Hoy en el resguardo de Maticurú es muy difícil encontrar animales de monte como la boruga (roedor que habita en la Amazonía), el mono churuco y la danta, especies que son parte desde tiempos ancestrales de la alimentación del pueblo Coreguaje, también se identifican o llaman Koreguaje, Korebaju, Coreguaxe o Koré Pâín.

De igual manera escasean los árboles como el achapo, el laurel y el amarillo, especies que utilizan los hombres de la comunidad para elaborar las casas y el potrillo, un tipo de canoa para la pesca tradicional. Las mujeres tampoco consiguen semillas silvestres como los cascabeles para hacer los sonajeros y las artesanías.

“Todo eso está muy grave porque la montaña (selva) se está acabando”, dice con preocupación el cacique Adriano Pizarro Valencia, mientras se reúne con 60 personas en uno de los encuentros habituales que hace la comunidad para hablar de las actividades cotidianas y sus problemas. 

El terreno es cada vez más estrecho y pequeño para que las familias, integradas por 400 personas, hagan sus chagras (lugares tradicionales de cultivo en medio de la selva), explica el cacique Adriano Pizarro. La poca extensión de tierra —bañada por el río Orteguaza y las quebradas Jiménez, La Cucha, El Silencio y Maticurú— fue otorgada en 1992 mediante la Resolución 09 del 28 de abril de 1992 por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria. Desde entonces han perdido hectáreas y, en consecuencia, selva. 

Recuperar las tierras arrebatadas

Esta comunidad del clan Tama, un grupo familiar descendiente del pueblo indígena Tukano, está asentada desde hace más de 120 años en ese lugar que dista 30 minutos navegando desde la inspección de San Antonio de Getuchá, del municipio de Milán, y tres horas por el río Orteguaza desde Puerto Arango, zona rural de la ciudad de Florencia, capital del departamento.

El cacique, quien viste su traje tradicional, una cusma (camisa larga) de tela azul y lleva collares elaborados con semillas de la selva, denuncia que quince años atrás, en 2007, un ganadero vecino corrió los linderos y calcula que se adueñó de ocho hectáreas. Ese año la comunidad intentó recuperarlas con la instalación de postes, pero no fue posible porque la entonces guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que en esa época tenía el control del territorio, los sacó a tiros. De ese día, Adriano Pizarro recuerda que los guerrilleros dijeron: “Inmediatamente saquen esos postes, ya mismo (…) esta es la tierra de este señor ‘Loco Alexander’. Por eso se quedó así hasta ahorita”.

La finca que menciona Adriano Pizarro actualmente tiene otro dueño. Desde 2007, la propiedad ha sido vendida varias veces. 

Una de las demandas que le hace hoy la comunidad a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) es que mida nuevamente el resguardo y les devuelva las hectáreas copadas por los ganaderos. El pueblo indígena también solicita la ampliación de 4.000 hectáreas de predios cercanos al resguardo. La propuesta de la comunidad es que el Gobierno nacional les compre áreas de tierra con bosques o selvas que tengan frutas, árboles y animales para la cacería.

“Hemos acudido a la Agencia de Tierras, a unidades de territorio, hemos pasado solicitudes, pero ya los entes gubernamentales han dicho que la ampliación del resguardo está en etapa preliminar”, explica David García Lozano, líder indígena a cargo del registro de las diligencias.

Del Gobierno, lo único que tiene la comunidad es una carta enviada por la Dirección de Asuntos Étnicos de la ANT en 2021. En el documento, a través de la alcaldesa del municipio de Milán, se les solicita información para completar el trámite de ampliación. En la misma comunicación se aclara que la ampliación “en favor del Resguardo podrá ser priorizada en próximas vigencias una vez cuente con los requisitos completos en su solicitud”. Estas letras son el consuelo de la comunidad, que en cada asamblea se pregunta cuándo tendrán más tierra. 

“Esperamos que en los próximos años el Ministerio pueda apoyar en ese proceso de ampliación”, dice David García, “porque hay bastantes familias y no tenemos dónde hacer nuestras chagras comunitarias y culturales”.

Solo unos pocos metros separan una casa de la otra en el resguardo Maticurú. En el centro de la comunidad hay una caseta elaborada con tablones de madera en donde se realizan las reuniones y asambleas; a pocos pasos están la escuela y una cancha de cemento, escenario de partidos de microfútbol y baloncesto todas las tardes.

Las casas son pequeñas, tienen un solo espacio para vivienda y un patio en la parte trasera donde están la cocina y unas pocas plantas de coca, ají y coco, también crían gallinas. Cada familia tiene un tanque de plástico para almacenar agua lluvia que usan para preparar los alimentos y lavar los enseres de la cocina; no tienen agua potable.

A orillas de la quebrada Maticurú está el puerto donde llegan y salen las embarcaciones de pasajeros y los potrillos de los pescadores. Es costumbre que las familias se bañen en la quebrada y allí mismo, las mujeres lavan la ropa.

A lo lejos se observan los pastizales y un área de selva que los coreguajes preservan. En medio de la manigua, las familias tienen las chagras donde cultivan plátano, yuca, naranja y lulillo, que siembran de manera cíclica para dejar descansar la tierra y de esa manera proteger el bosque, así explica David García.

Para la Personería de Milán, que forma parte del Ministerio Público y dentro de sus funciones está conservar y promover los derechos humanos, no es clara la demarcación de los territorios indígenas, de las tierras baldías y de las áreas de particulares con títulos, por ello solicitó al Gobierno nacional información sobre cuáles son las coordenadas y linderos precisos de los resguardos para acompañar los derechos fundamentales de los pueblos originarios y evitar, entre otras cosas, que la deforestación los siga afectando.

En el municipio de Milán hay diez resguardos del pueblo Coreguaje. En Colombia, los korebajus son 3.257, de acuerdo con datos del censo poblacional (DANE 2018) y la mayoría vive en Milán y Solano, en Caquetá.

“Nosotros tuvimos una reunión el año pasado (2021) con los 24 caciques, la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la OEA (MAPP-OEA), la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Corporación para el Desarrollo Sostenible de la Amazonía (Corpoamazonía) donde tocamos el tema de la deforestación y la identificación de los resguardos indígenas con el ánimo de tener una demarcación efectiva”, cuenta el personero de Milán, Eduardo Ardila Losada, quien añade que hasta la fecha no ha recibido una respuesta.

Durante el desarrollo de este artículo, la ANT les respondió a Agenda Propia y Mongabay Latam que la solicitud de ampliación del Resguardo Indígena de Maticurú se encuentra en trámite y “cuenta con estudio socioeconómico y de tenencia de tierras”. Además, aseguró que “tiene programada una reunión de articulación con la comunidad para la validación de la pretensión territorial”, considerando lo establecido por el Decreto 2164 de 1995, relacionado con la titulación de tierras para pueblos indígenas.

En Colombia, 64 de los 115 pueblos indígenas viven en la Amazonía, repartidos territorialmente en 162 resguardos, y dentro de esta figura de propiedad colectiva de la tierra hay más de 1.200 comunidades, según datos de la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (Opiac).

Para los pueblos amazónicos y su forma de vida, la conservación es fundamental. “Es poder preservar la naturaleza para vivir en equilibrio con la madre naturaleza, el agua, los ríos, los animales y los humanos que vivimos allí. Hay otra figura que es propia nuestra, histórica, tradicional, cultural por ley de origen, por palabra de vida que tiene que ver con que los pueblos indígenas hemos nacido allí”, explica Julio César López, representante legal de la Opiac y líder del pueblo Inga.

El resguardo Maticurú está rodeado de pastos y de “vendeagujal”, como se refieren los líderes a un tipo de maleza que abunda en el territorio. “Esa maleza hace que la tierra no sea fértil, no deja cultivar, cuando uno siembra no produce”, explica David García.

También se ven afectados por la movilización diaria del ganado en medio de sus casas. Mientras se realizaba este reportaje unas veinte reses eran arriadas sin importar que en la cancha de la comunidad había niños, niñas y jóvenes jugando. “Nunca respetan nuestro territorio”, dice el cacique Adriano Pizarro, y cuenta que han dialogado con los colonos vecinos para intentar una sana convivencia.

Disputa de los grupos armados

La historia de los coreguajes ha estado marcada por crímenes, amenazas y presiones de los grupos armados ilegales. 

Relatan que la violencia armada llegó cuando el M-19, organización guerrillera Movimiento 19 de Abril, ingresó al territorio en 1977. Tres años después, esa guerrilla secuestró un avión de Aeropesca en Medellín para transportar desde el departamento de La Guajira 600 fusiles, que luego llegaron a su destino final surcando las aguas del río Orteguaza. Desde entonces, la guerra se apoderó de la región. Y no se fue nunca.

Entre los años 1988 y 1989, y tras la salida del M-19, la guerrilla de las FARC se estableció en este territorio indígena. Y entre 1993 y 1997, varios líderes espirituales, caciques y profesores fueron asesinados. Una de las tragedias que más los marcó y no olvidan es la masacre de siete líderes de la comunidad de San Luis, ocurrida el 25 de julio de 1997, según se relata en “Coreguaje: voces de un despojo”, escrito por Edilma Prada y publicado en el libro 12 historias que nos deja la guerra, de Consejo de Redacción y la Konrad Adenauer Stuffing.

Entre 1997 y 2000 fueron asesinados 65 líderes coreguajes más, de acuerdo con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Desde esa época hasta la firma del acuerdo de paz, en 2016, las FARC siguieron controlando la región.

Otro hecho que enlutó al resguardo Maticurú fue el asesinato de su ex cacique Uriel Piranga Valencia, en junio de 2019, en el municipio del Pital, departamento del Huila. 

El personero Eduardo Ardila agrega que en ese resguardo “hace aproximadamente cinco años entraron las FARC y se llevaron unos jóvenes y los asesinaron”, por ello está atento de la situación de seguridad; principalmente porque no todos los miembros de esta guerrilla se acogieron al acuerdo y en la zona se mantuvo la presencia de actores armados ahora conocidos como disidencias. 

En la actualidad, sus territorios son manejados por las disidencias de la antigua guerrilla de las FARC y por bandas criminales al servicio del narcotráfico, como los ‘Comandos de frontera’ que se disputan las rutas en los ríos Caquetá, Orteguaza y Putumayo.  

Los líderes aseguran que les han impuesto reglas de comportamiento: les prohibieron cazar y pescar en las noches, usar ropas oscuras y a los jóvenes no les permiten tener tatuajes. 

“Ellos están incentivando a la gente para que rocen (deforestar), que presten plata para que sigan rozando para que se siembren cultivos ilícitos”, denuncia uno de los líderes del Consejo Regional Indígena del Orteguaza Medio Caquetá (Criomc), cuya identidad se omite por seguridad. 

Esta situación es de pleno conocimiento de las autoridades locales, la Personería de Milán ha recibido denuncias que estos grupos están “talando selva para sembrar cultivos ilícitos y desde luego para la ganadería”, dice Eduardo Ardila.

“Nosotros en las comunidades sí hemos rechazado, por eso es que ha habido amenazas a los líderes”, expresa con preocupación el integrante del Criomc. Además, fuentes locales agregaron que este año las disidencias los reunieron y los obligaron a registrar a todos los indígenas que hay en Milán. “Todo el mundo tiene que tener carnet a partir de los 14 años identificando que son indígenas o sino no se responde por la vida de las personas que no tengan carnet”.

Una alerta temprana de la Defensoría del Pueblo, de mayo de 2022, advirtió que en los municipios caqueteños de Solano, La Montañita, El Paujíl y Cartagena del Chairá están presentes miembros del Comando de frontera y las disidencias de las FARC. Y la organización internacional Insight Crime ha documentado que en estos territorios, especialmente en la zona rural, se han registrado “amenazas, homicidios, confinamientos, reclutamiento forzado de niños, niñas, adolescentes e incluso mujeres”

“Nosotros nos fortalecemos porque no queremos volver a caer en desplazamiento, un líder que salga desplazado, pues vienen todos los compañeros indígenas a la ciudad a mendigar, a sufrir, entonces nosotros queremos estar protegidos”, dice el líder del Criomc al clamar ayuda humanitaria y asistencia social de la Cruz Roja Internacional, de la Defensoría del Pueblo y de las autoridades competentes.

Deforestación y reducción de especies maderables

El Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM) reportó la pérdida de bosque primario en la Amazonía de cerca de 120.000 hectáreas en Caquetá, Meta y Guaviare durante el año 2021. En los departamentos de Caquetá y Meta se concentra el 34 y el 29 por ciento de áreas de selvas taladas, respectivamente, de acuerdo con análisis realizados por la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS). 

También se informó que en los distintos resguardos del pueblo Coreguaje, en el período 2018 a 2021, han sido deforestadas 176,6 hectáreas. En el resguardo de Maticurú no hay registros de deforestación reciente; sin embargo, desde el año 2000 hasta el 2018 el IDEAM  reportó que la pérdida de bosque alcanzó las 23 hectáreas. 

En la visita realizada para este reportaje pudimos observar en las áreas cercanas al caserío grandes extensiones de pastos, áreas quemadas y bosque despejado.

“La degradación de bosques en los resguardos indígenas es una de las actividades que más preocupa a los expertos debido a las consecuencias socioambientales negativas que se generan, así como la alteración de las actividades de subsistencia de las comunidades, el desplazamiento forzado de los habitantes o el incremento de conflictos por la invasión de actores externos”, indica un reporte de la ONG Ambiente y Sociedad con relación al informe publicado por FCDS.

A la intervención de los ganaderos y al cultivo ilícito de coca, se suma la extracción de madera. 

El abuelo Evelio García Moreno, de 71 años, recuerda que cuando era niño solo había selva y los animales para la cacería abundaban: “Esto aquí donde estamos era puro monte, había harto bosque para madera y no faltaba el alimento”. Cuenta que tenían suficiente plátano, piña, yuca y pesca, “la cacería era la riqueza de los indígenas en ese tiempo y así vivíamos. No nos preocupábamos porque nunca faltaba nada, no se salía al mercado como ahora”, relata señalando hacia las casas hechas de madera en donde solía estar la selva. 

“Se ha venido reduciendo lo que son los árboles maderables, digamos para todos los materiales que se elaboraban como potrillo y canaletes que es el mismo remo que nosotros usamos para andar en el río en potrillos o canoas, entonces eso se ha reducido pues tenemos algunos árboles que todavía están en nuestro territorio, pero son muy pocos”, comenta el profesor Wilmer García Jiménez, mientras comparte la palabra con los abuelos y líderes de la comunidad. En este espacio, se conversa sobre cómo los madereros también han extraído las especies finas de árboles, como el achapo y el cedro, entre otras.

Encerrados en su territorio

La transformación del territorio de los coreguajes es histórica. Han pasado por distintas bonanzas y cambios sociales como la época del caucho, la llegada de sacerdotes capuchinos, la intervención guerrillera, la siembra de cultivos ilícitos y la ganadería.

El abuelo Evelio García hace memoria. En su niñez, recuerda, “andaban mucho los aserradores, hacían ruido”, sacando y transportando maderas. Luego, a sus doce años, vio por primera vez el ganado: “En la bocana de Maticurú llegaron colonos, se adueñaron de esa parte”. Y, veinte años después, probó por primera vez carne de res. “En ese tiempo todavía había monte, habían tantas clases de animales, danta, churuco, y de ahí para allá, pues estos días ya no hay nada, solo res y pollo”.

Para el profesor Wilmer García, quien está recuperando la historia de su comunidad, las bonanzas y las explotaciones realizadas por el “hombre blanco”, dieron paso a que se adueñaran de las tierras y obtuvieran los títulos. “Lo que hizo el hombre blanco fue producir esa tierra y, con las ganancias, pues fueron ante las instituciones a formalizar, ya digamos como a titular y con las escrituras se volvieron dueños de esos territorios y nosotros nos estábamos quedando sin territorio, siendo nosotros los dueños”, se lamenta.

Agrega que se movían por toda la región hasta que en 1991 el gobierno los “encerró” a través del resguardo pequeño que les otorgó. 

Los niños y niñas coreguaje ya no saben comer carne de monte. La profesora Alba Nubia García Lozano dice que es difícil darles carne de los animales de la selva porque no hay en el territorio, por lo que les sirven pescado y carnes de res y de pollo. 

“Ellos sí han comido boruga, pero esos animales ahora son difíciles de conseguir porque aquí la cacería es difícil porque no tenemos monte”, dice la profesora. En la escuela hay 82 niñas y niños, y los docentes indígenas tratan de enseñarles sobre la alimentación propia, a través de los relatos de los abuelos, dibujos y hacen recorridos en comunidades cercanas donde tienen selva conservada para intentar ver algunos animales.

Lo que no han perdido es el casabe y la fariña, alimentos que preparan con almidón de yuca. También consumen plátano y algunas frutas como la piña.

Para conocer cuáles son las acciones que se realizan para atender la situación de seguridad y ambiental que vive el pueblo indígena Coreguaje, Agenda Propia y Mongabay Latam se comunicaron con funcionarios de la Alcaldía y de la autoridad ambiental Corpoamazonía sin obtener respuesta hasta el cierre de este artículo.

Daño cultural 

Entre los ecosistemas que se han secado a causa de los pastizales están los salados, que son espacios de agua con minerales en donde los animales llegan a beber; uno de ellos estaba ubicado a un kilómetro, al norte de la comunidad, era considerado un sitio sagrado. Ahora solo es parte del relato de los ancianos. Así lo menciona el joven indígena Dagoberto García Jiménez. 

“Ya está seco porque han tumbado los árboles, las medicinas, eso nos decían los mayores antiguamente”, narra, mientras mambea coca, Dagoberto García Jiménez. El mambe es usado solo por los hombres cuando cumplen los 18 años. A él le preocupa que están perdiendo las creencias: “Sentimos como esa amenaza, la de perder nuestra esencia espiritual y conexión con los seres de la naturaleza. Desde la fauna, nos conectamos con los espíritus, digamos el espíritu del monte que es el duende, que es el padrón de los animales”, agrega.

Este grupo indígena, en su cosmovisión cree que el mundo se conforma por tres niveles, en los que el segundo, o mundo del medio, es habitado por los Pookorebajú. Este, a su vez, tiene tres lugares diferentes: Cheja buebú o tierra de abajo, Cheja sanaba jopo o tierra del centro, y cheja sesebú o tierra de encima, que es el lugar en donde habitan las personas. En los Pookorebajú está el origen, nacieron de la tierra, ellos fueron poseedores del conocimiento y del poder. 

Para encontrar el equilibrio espiritual, los coreguajes usan la medicina propia del yagé, el mambe de la hoja de coca y el ambil (elaborado de tabaco). En los reducidos patios de sus casas tienen sembradas plantas de coca para su uso cultural. 

En el territorio tampoco hay semillas suficientes para que las mujeres elaboren los sonajeros que acompañan los cantos sagrados en las tomas del remedio del yagé. En su resguardo escasean el cumare o la cabuya y los cascabeles (tipo de semilla) para hacer los collares y las mochilas que venden para su sustento económico en Milán y en la ciudad de Florencia.

La tejedora Estela Lozano, de 63 años, comenta que debe caminar de dos a tres horas para conseguir el cumare. “Para una sola mochila se necesitan unos 30 centímetros de cabuya torcida”. Cada mochila la vende en promedio a 60 mil pesos colombianos, unos doce dólares americanos, y un collar de “pepitas a 40 mil pesos”, unos ocho dólares, relata mientras con sus manos teje y, al mismo tiempo, con los dedos de sus pies sostiene la cabuya.

“El cacique dice que la gente no tumbe el rastrojo para que dé semillas para nuestro uso”, comenta Estela Lozano, al referirse al nuevo monte que está creciendo y aclara que queda muy poca selva primaria.

Resistir para existir

Pese a todos los problemas, el pueblo indígena Coreguaje se resiste a desaparecer. Por ello, fortalecen su cultura, la lengua korewahe o coreguaje y sus conocimientos propios como los cantos y los bailes.

Este pueblo originario hace sonar las tamboras y los sonajeros a la Madre Selva en las cosechas y en las actividades cotidianas. Durante los meses de cosecha, febrero y marzo, preparan chicha de chontaduro y de piña, también le cantan a los árboles, a los animales, a las plantas, a los cananguchales y, en general, a todos los seres vivos.

“Cuando se toca esto se acompaña a la Madre Tierra, a la madre naturaleza, en el sonido está el espíritu de la madre monte que se acerca”, explica Alex Duvan Fajardo García, danzador y profesor de la parte cultural. Él toca lentamente la tambora y asegura que la música y sus cantos ancestrales les dan fuerza para pervivir. 

Esta forma de cuidar la selva, que se enseña a niñas y niños, es una manera de resistir, pese a los dolores que ha vivido la comunidad y las heridas que sufre su tierra por causa de la deforestación.

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