Niño Yukpa construye su sueño en medio de dificultades en su territorio
Wilmer Pérez cuenta las dificultades y precariedades que los niños indígenas de su comunidad tienen para acceder a la educación. Él sueña con ser maestro.
Anayra Rojas, de 11 años, se pintó a ella misma y a su comunidad.
Giovanni Salazar.Consulta este contenido en los idiomas y lenguas
El territorio indígena originario campesino de Raqaypampa, localizado en la región quechua de Cochabamba (Bolivia), lucha contra la desnutrición infantil con el sistema de desayuno/almuerzo escolar y promoviendo la agricultura en procura de la soberanía alimentaria.
¿Dónde está Anayra? Anayra es la protagonista de esta historia, aunque todavía no lo sepa. Ella ha tenido el tiempo suficiente para vestirse con las prendas típicas de su pueblo, Raqaypampa, un territorio indígena Quechua a 220 kilómetros al sureste de la ciudad de Cochabamba (Bolivia). No es el uniforme con el que va a recibir clases, pero sus profesores la han convencido de que se lo ponga para presentar unos dibujos que ella y algunos de sus compañeros de escuela han hecho sobre su territorio y la comida tradicional.
Sin embargo, ahora mismo, a las 11:45 de la mañana de este jueves de fines de marzo, Anayra no está. ¿Dónde está Anayra? El desayuno escolar, que tiene más pinta de almuerzo, está a punto de ser servido a las y los estudiantes. Y ella no está. Y no puede perdérselo, porque esta merienda no es cualquiera: es una de las acciones que ha asumido el gobierno autónomo de Raqaypampa para combatir la desnutrición que, según un diagnóstico de 2019 encomendado por el gobierno local a investigadores de la carrera de Medicina de la Universidad Mayor de San Simón, amenazaba a las niñas y los niños raqaypampeños de 5 a 12 años.
Por suerte, Anayra ya está aquí.
Anayra Rojas Albarracín es una de las contadas personas con barbijo o tapabocas en Raqaypampa. El dato no es menor. El país acaba de salir de la cuarta ola de la pandemia de coronavirus, pero continúa bajo emergencia sanitaria y el uso de mascarillas quirúrgicas sigue siendo norma. Al menos, lo es en las ciudades. No así en el campo. En pueblos como este es mucho más fácil encontrar camisetas del Barcelona que barbijos.
Anayra tiene 11 años y lo único que deja al descubierto la mascarilla son sus ojos negros, tímidos y brillantes, que sugieren una risa nerviosa ante la presencia del periodista. El protector facial es la única pieza “extraña” en su cuerpo. De pies a cabeza está vestida como una raqaypampeña: abarcas blanquinegras, pollera azul con bordados horizontales, mandil rosado plisado con dos franjas bordadas, blusa de seda blanca con el pecho y los puños forrados de adornos brillantes y sombrero blanco con la copa cubierta de lentejuelas y unas borlas de lana.
Con ese traje, que distingue a los quechuas de Raqaypampa de cualquier otra persona, vino Anayra al colegio del pueblo, donde cursa sexto de primaria, para mostrar los dibujos que algunos estudiantes hicieron y en los que ilustran su cultura, su pueblo y sus hábitos alimenticios. Los dos dibujos que tiene en sus manos muestran precisamente a dos raqaypampeños con ropa típica: una mujer con vestimenta similar a la suya y un hombre con abarcas blanquinegras, pantalón ancho de bayeta gris y bordados horizontales, camisa blanca, chaleco con lentejuelas bordadas, cinto tejido adornado con borlas de colores y sombrero blanco parecido al de las mujeres.
La fidelidad de los dibujos con el ropaje tradicional habla del orgullo con el que los raqaypampeños se presentan y autorrepresentan culturalmente. “Desde hace tiempo es nuestra ropa típica y tiene mucho significado”, me dice Anayra en quechua, su lengua materna, antes de rematar: “Tiene que mantenerse la cultura”. Lo que pronuncia no obedece a entrenamiento alguno, es la voz de la conciencia sobre el valor de su identidad. “Yo me pongo nuestra ropa típica cuando nuestros profesores me lo piden; suelo usarla también en las fiestas y cuando tenemos que ir a algún evento”, explica en referencia a las visitas que hacen a otros lugares en los que los raqaypampeños se exhiben en todo su esplendor.
Anayra ha tenido tiempo de ponerse su vestimenta para exhibirla ante el visitante porque su casa está cerca de la escuela, a unos diez minutos de caminata. “Vivo hacia abajo, donde la feria”, precisa para aludir a la plaza principal del pueblo que los días jueves, como hoy, acoge un mercado callejero donde se vende de todo, desde alimentos hasta DVD musicales, pasando por coca y ropa deportiva. “Los jueves nos compramos lo necesario para cocinarnos”, añade.
De su vivienda al colegio va y vuelve de lunes a viernes para recibir clases. Sale a las 8:30 a.m. y regresa después de las 13:00 p.m. Antes de ir a la escuela, se alimenta en su casa con un plato copioso y muy típico de los quechuas: lawa de trigo o maíz. La lawa es una sopa andina de consistencia espesa que se prepara a base de harina de trigo, maíz u otro producto que pueda molerse, acompañado de papa, verduras y carne.
En la escuela, Anayra y sus compañeros tienen dos recreos, uno de 10 minutos a las 10:05 a.m. y otro de 30 a las 11:35 a.m. Este último es más largo porque es aprovechado para servir el desayuno escolar, un sistema de alimentación complementaria que ofrecen los establecimientos educativos públicos en Bolivia para garantizar una mejor nutrición en las y los estudiantes.
En Raqaypampa, la dotación del desayuno escolar corre por cuenta de su Gobierno Indígena Originario Campesino (GAIOC), un régimen pionero en Bolivia de autonomía política y administrativa de base cultural indígena. Ese sistema prevé, entre otros procedimientos, que sea el pueblo, reunido en asamblea, el que defina la logística de la alimentación complementaria para las niñas y los niños, desde la definición del menú hasta la forma de preparación de las comidas.
Eso lo explica Ángel Rojas, director gestor educativo del Núcleo Beta Raqaypampa, quien también se ocupa de la gestión en las 24 unidades que están dispersas en los cuatro núcleos educativos de todo el territorio autónomo. En todas las unidades estudian 1.823 personas y la mayoría (1.206) son niñas y niños de ciclo inicial y primaria, según datos del Distrito Educativo Mizque. “La alimentación (complementaria escolar) es compartida, puesto que los padres colocan la papa y las verduras, ayudan en el preparado y aportan para el gas”, detalla Ángel.
Unos minutos antes de que suene el timbre del segundo recreo en la escuela, en la cocina están reunidas las madres de familia encargadas de preparar el plato del día: lentejas con papa y arroz que se repartirán en 186 raciones, una por cada estudiante de la unidad educativa. Solo el olor de la comida es capaz de competir con los improvisados partidos de fútbol y las persecuciones a las que se entregan las niñas y los niños en sus minutos de receso. Si corren, ya no es detrás de la pelota ni de alguna compañera, sino para recibir sus lentejas con papa y arroz aún humeantes.
La lenteja y el arroz son productos que llegan a la comunidad desde otras partes, pero la papa es un alimento propio de los raqaypampeños, que cultivan y cosechan en gran parte de los 556 kilómetros cuadrados que ocupa el territorio indígena originario campesino. El tubérculo es, junto con el trigo y el maíz, uno de los tres principales productos de Raqaypampa, que van de los 1.670 a los 3.450 metros sobre el nivel del mar. Mientras en las partes más altas siembran papa y trigo, en las más bajas plantan maíz y algunas hortalizas (haba, arveja). En esos cultivos se sostiene su ancestral sistema de soberanía alimentaria que, aún estando vigente, en los últimos años se ha visto amenazado por la merma agrícola, el cambio climático, el descuido paterno y el ingreso de comida chatarra.
Anayra es la protagonista de esta historia, pero no es la única. En el salón de la escuela donde exhiben los dibujos está acompañada de Dayer Montenegro Albarracín, Rosmery Camacho Sandoval y Juan David Cruz. Los custodian cinco de sus profesores para darles confianza y aclararles algunas cosas que entienden mejor en quechua que en castellano, los dos idiomas en los que reciben clases.
El más pequeño es Dayer, que tiene 7 años y habla con timidez en castellano. Ha dibujado su casa y a su mamá cocinando lawa de maíz, un plato que le gusta casi tanto como el api (mazamorra de maíz típica de los Andes) que recibe algunos días en la escuela. A Juan David, de 9 años, la lawa también le “encanta”. Así lo ha dicho, “me encanta”, en un español que dice no dominar, aunque lo que me cuenta es muy fluido. En su dibujo aparece una mujer preparando “t’anta” (pan en quechua), acompañada de un texto que dice: “Nosotros en Raqaypampa nos alimentamos con comidas sanas y saludables que preparan nuestras mamás en nuestras casas y en nuestra escuela”.
El dibujo que sostiene Rosmery, de 10 años, también lleva un texto. “Una buena alimentación previene de muchas enfermedades. Por eso mi mamá cocina comidas sanas”, dice. Al lado hay una raqaypampeña cargando una wawa (bebé) en sus espaldas mientras pela papa. Una ilustración que, aclara Rosmery mezclando quechua y español, no es suya, sino de su amiga Erlinda, que le ha delegado presentarla. En otro dibujo que no es de ninguno de los cuatro, pero que han traído para exponer, hay un niño frente a una olla de barro en plena cocción y un texto explicativo que cuenta: “Yo me alimento comiendo comida sana, lo que mi papá hace producir en el campo”. Y a continuación, unos pequeños platos precisan con palabras al pie: “phiri” (trigo o quinua levemente molido, cocido y sazonado con verduras), “lawa de trigo”, “tostado” (grano de trigo retostado al que se le suele añadir sal), “mote” (grano de maíz hervido) y “lawa de quinua”.
Estas comidas hacen parte de la dieta más tradicional de los raqaypampeños, en gran medida porque ellos mismos producen sus ingredientes en sus tierras. Sin embargo, lo reconocen los pobladores, en los últimos años el autoabastecimiento agrícola ha comenzado a flaquear como consecuencia de las sequías y otros acontecimientos asociados al cambio climático.
La insuficiencia de fuentes de agua es el problema más crítico con el que lidia Raqaypampa. Lo asegura sin ambages Raúl Rodríguez, secretario ejecutivo de la Central Regional Sindical Única de Campesinos Indígenas de Raqaypampa, la organización social más representativa del territorio raqaypampeño, que aglutina a cinco subcentrales campesinas y a 43 sindicatos agrarios. Sin ir más lejos, recuerda que en 2021 “ya no había agua ni para tomar”. No la tenían ni siquiera en sus lagunas, así que la gente se había acostumbrado a comprar agua. “Estaba jodido. Luego ha llovido de golpe (mucho) y ha arruinado los sembradíos. Por eso no hay mucha papa ahora. Ha llovido casi 15 días seguidos y después han caído granizadas. Ya no hay vida para los agricultores”, lamenta.
Raúl explica que a fin de garantizar la producción para el autoconsumo recurren a su sistema de almacenamiento de granos, que les permite guardar trigo y maíz de temporadas pasadas. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la papa, que no puede guardarse por mucho tiempo. “La producción de papa, trigo y maíz ha cambiado totalmente. Antes teníamos hartísima papa, trigo. Teníamos hectáreas de sembradíos. Ahora ya no, poquito nomás. Si antes cosechábamos trigo hasta 40, 50, 70 quintales, ahora solo 10 quintales máximo”, grafica.
La provisión de agua es la tarea en la que con más esfuerzo viene trabajando el Gobierno Autónomo Indígena de Raqaypampa. Su máxima autoridad administrativa, Florencio Alarcón, dice que ya cuentan con una represa, tiene una segunda a punto de concluirse y una tercera que está en marcha. No obstante, Florencio reconoce que estas represas son aún insuficientes para abastecer a los más de 7.300 que viven en el territorio, según datos del gobierno indígena. Ni siquiera los atajados familiares permiten cubrir la demanda total de agua para consumo y riego, más allá de que contribuyan a conservar los sembradíos.
La agricultura se ve también mermada en la región porque ya no resulta rentable para los raqaypampeños. “La gente ya no se dedica tanto porque ya no se gana. Una pesada de maíz (57 kilos) cuesta entre 120 y 130 bolivianos (17 a 18 dólares) y eso ya no da. El trigo tampoco sube. Los agricultores también hacen un cálculo y si no pueden ganar, no lo hacen”, informa Raúl. Y lo dice con conocimiento de causa. Si bien aún es agricultor y cultiva sus tierras, lo que cosecha lo destina exclusivamente al consumo familiar. La actividad que le genera dinero es otra: tiene una pequeña empresa de construcción.
La agricultura ya no es la actividad económica más determinante en Raqaypampa. Otras como el comercio (venta de productos domésticos), el transporte (hay asociaciones de choferes para viajes locales e interprovinciales en autos y motos), la construcción y la minería (hay una cooperativa para la explotación de antimonio) compiten o se complementan con ella. Esto para quienes aún permanecen en el territorio indígena, pues, desde los años 90 muchos migran hacia otras regiones del país (Cochabamba y Santa Cruz) e, incluso, al extranjero. Florencio estima que en los 90 la población raqaypampeña rondaba los 12 mil, mientras que ahora está por debajo de los 8 mil. Según su Plan Indígena de 1999, su población aproximada era de 11.800 habitantes, mientras que, para 2021, llegaba a 7.344, de acuerdo con los datos del gobierno indígena. Los que migraron se fueron para buscar trabajo y mejores condiciones de vida.
La escasez de agua para regar y la deficiente rentabilidad de los productos cultivados explican el declive de la agricultura en Raqaypampa. Un declive al que, entre otros factores, se atribuye un hecho que alarmó al gobierno indígena en 2019: los niños de 5 a 12 años mostraban signos de desnutrición. Según afirma Florencio, el estudio que arrojó dicha alerta fue encomendado a investigadores de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS).
La carrera de Medicina de la UMSS, a través del instituto de Investigación Biomédicas (Iibismed), hizo el diagnóstico sobre una población de 1.137 niñas y niños para detectar la presencia de parasitosis (anemia, desde sus vivencias), según señala el documento “Sistematización de la experiencia de gestión pública del GAIOC TR”, de julio de 2020, elaborado por Juan Sánchez Gonzales. El examen sobre el estado nutricional encontró que 72,1% (820 niños) tenía un diagnóstico normal; el 24,6% (280 niños), una desnutrición de segundo grado, y 3,3% (37 niños), una desnutrición de tercer grado. “Estos resultados se obtuvieron en base a la muestra que se captó de heces, sangre, talla y peso de cada alumno y alumna”, añade el documento.
Los problemas de alimentación en Raqaypampa son coherentes con estudios en torno a los alcances y retos de los gobiernos autónomos indígenas en Bolivia. Es el caso del informe final del “Proyecto de Fortalecimiento del Estado Plurinacional Autonómico y la Democracia Intercultural”, ejecutado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el cual recomienda a las autoridades “incluir miradas más integrales” que “recuperen/activen los saberes y conocimientos culturales y que articulen las propuestas económico productivas, la seguridad alimentaria, la salud (incluida la llamada ‘medicina natural o tradicional’), la educación, la gestión ambiental y de los recursos naturales, la gestión de riesgos y el cambio climático, entre otros”.
Ante la alarma por desnutrición, la administración indígena de Raqaypampa apuró acciones para combatirla. Una de ellas fue ajustar el menú del desayuno escolar, que, en la práctica, se convertiría en un almuerzo. El sistema de provisión se hizo de forma compartida: mientras las autoridades asegurarían los productos secos (como charque o carne seca/deshidratada y lentejas), los padres de familia aportarían otros más frescos (cebolla, tomate, papa) y las madres se encargarían de cocinar. Algunas de las comidas que se sirven desde entonces como desayuno-almuerzo escolar son el api con buñuelo (masas fritas), el arroz con leche, la sopa de maní y la lenteja con arroz.
A decir de Florencio, la aplicación del nuevo menú escolar viene incidiendo de forma favorable en la nutrición de las niñas y los niños. Sin embargo, puede no ser suficiente, sobre todo durante las horas que los menores pasan en sus casas. Clemente Salazar, antiguo dirigente y educador raqaypampeño, cree que los adultos del pueblo tienden a dejarlos “abandonados”. La palabra le parece fuerte, pero la justifica: “Ellos van solos al colegio, vuelven a la casa, a veces hacen tareas, a veces no. Hay descuido”. Sus padres y los adultos a su cargo pasan mucho tiempo fuera de sus hogares por motivos de trabajo.
No es el caso de todas las familias, pero, en las que ocurre, el “abandono” se extiende también a la alimentación. “Porque, estando solos los niños, no sabemos qué comen, qué se preparan. A veces, en el pueblo hacen salchipapas, pollo frito, y a eso van. Eso que llaman comida chatarra”, dice Clemente. Los niños y las niñas de la escuela no admiten si se alimentan con comida chatarra, pero sus profesores aclaran que platos de ese tipo están a su alcance en los días de feria, cuando hay más oferta comercial en el pueblo.
Clemente cree que el “abandono” de niñas y niños al que aludió antes se traduce en que se vuelvan cada vez más ajenos al trabajo agrícola. Su tiempo lo ocupan la escuela y las tareas escolares, pero también las tecnologías, en especial los teléfonos celulares a los que ahora tienen acceso. “Los niños se están aislando del hogar y de eso se está dando cuenta la gente”, cuenta con resignación Clemente.
Y porque se están dando cuenta, los raqaypampeños están analizando ajustar el sistema educativo de sus hijos, de manera que se organice en función de un calendario regionalizado y un currículo diversificado. La idea es volver a un modelo coherente con la vida productiva y cultural de Raqaypampa, como el que Clemente y otros antiguos dirigentes promovieron hace ya algunos años en el territorio, pero que ha sido desplazado por el calendario regular que impone el sistema educativo boliviano. “Queremos retomar ese sistema para mejorar el rendimiento educativo, pero también para incorporarlos a las actividades culturales, como la siembra y la cosecha”, explica. Es que, en su concepción, el trabajo de campo, sembrar y cosechar, no son solo actividades agrícolas, son formas de ejercer su cultura, de asumir su identidad raqaypampeña.
En esa línea se inscribe otro proyecto del gobierno indígena para mejorar su seguridad alimentaria: la creación de huertos familiares. Florencio cuenta que la iniciativa ya está dando sus primeros frutos, al permitir a muchas familias cultivar hortalizas (arveja, haba), tubérculos (zanahoria), verduras (cebolla) y frutas (tomate), que son complementarios a sus cultivos más tradicionales (papa, maíz, trigo) y favorables para su nutrición.
Anayra está lista para irse. Ella y sus tres compañeros han cumplido de sobra el encargo de sus profesores: dar cuenta, con dibujos y palabras, de su identidad raqaypampeña y de los hábitos alimenticios de su cultura. Quedan aún algunos minutos para que el timbre de salida los libere de la escuela.
Cuando vuelva a su casa, Anayra dice que hará calentar la comida de la mañana para satisfacer el hambre de la tarde. Rosmery, su compañera, espera llegar a su casa para hacerse “phiri”, algo que ya sabe preparar: “Tenemos que moler el trigo, después remojarlo y luego hay que ‘lawar’ (poner en la olla para hacer cocer)”. Lo que cocine también será para su hermano.
Más dura es la faena para otra de sus compañeras. De ella me cuenta uno de los profesores de la escuela. La niña tiene 8 años, es huérfana de madre y vive a más de una hora de caminata de la escuela. Ella no está aquí ahora mismo. Probablemente se ha apurado para intentar llegar a su casa a las 14:00, la hora en que calcula estar de vuelta. Calcula, porque ni ella, ni su papá, ni su hermano tienen reloj. La hora se las da la radio que encienden cada madrugada, antes de las 6:00 de la mañana, para cocinarse lawa o mote, comer antes de salir, caminar entre una y dos horas y llegar a tiempo a clases. El viaje lo hace cada día, de ida y vuelta, a veces sola, a veces acompañada de un amigo que vive un poco más arriba de donde ella. Y el viaje solo acaba cuando, una vez en su casa, ayuda a su padre en la cosecha de papa. Mientras él cava, ella la recoge en canasta y la lleva hasta la “phina” (donde se amontona el tubérculo). No es una tarea cualquiera. Es la tarea que le da de comer, pero también en la que se hace raqaypampeña.
Nota. Esta historia hace parte de la serie periodística Dibujando mi realidad, #NiñezIndígena en América Latina, cocreada con niños, niñas, periodistas y comunicadores indígenas y no indígenas de la Red Tejiendo Historias (Rede Tecendo Histórias), bajo la coordinación editorial del medio independiente Agenda Propia.
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