Esta imagen ilustrada representa a las mujeres Korebajú y a la sabedora de plantas medicinales Marleny Piranga Cruz. Ilustración: Francy Silva Zafirekudo y Giovanni Salazar Castañeda.

Colombia

El renacer de Marleny Piranga y las mujeres Korebajú

+1

Cocreadores

Conoce a las y los integrantes de este proyecto >

Jan 17, 2024 Compartir

Consulta este contenido en los idiomas y lenguas

El uso de las plantas medicinales y de las semillas es la lucha de la sabedora Marleny Piranga Cruz y las mujeres indígenas Korebajú en el resguardo Agua Negra en Milán, Caquetá (Colombia). Debido a la deforestación, la selva ha ido desapareciendo y con ello sus plantas sagradas y costumbres. Las mujeres aprenden, juntas, sobre el poder curativo de distintas hierbas, elaboran collares y sonajeros para armonizar las ceremonias del remedio del yagé.

Una alegre melodía se escucha en medio de un aguacero que cae en la comunidad San Rafael del resguardo Agua Negra. El sonido es el de una pequeña armónica que toca la sabedora Marleny Piranga Cruz para “alegrar a los espíritus”. Ella junto a las mujeres del pueblo indígena Korebajú recuperan el uso de las plantas medicinales y de las semillas de la selva que están perdiendo por la deforestación, la ganadería y el conflicto armado en el municipio de Milán, departamento de Caquetá.

Marleny está en su casa, hecha de tablones de madera, y mientras toca el pequeño instrumento metálico, baila y hace sonar un collar elaborado con pepitas de chaquiras, chochos rojos y “cascabeles” —cáscaras de frutos secos—.

Las sabedoras y los taitas o médicos tradicionales utilizan los collares en las ceremonias sagradas del yagé —remedio también conocido como ayahuasca que se prepara con diferentes especies de bejucos de la planta y otras hierbas—, y en los bailes y fiestas tradicionales que representan a los Korebajú, uno de los 64 pueblos indígenas de la Amazonía colombiana.

— “Como mujeres somos artesanas, elaboramos estos collares como sonajeros. Con esto se da ánimo. La música, uno tiene más sentimiento, más alegría. Mire cómo suena. Pero es muy escaso, para ir a conseguir [las semillas] toca sufrir para ir al monte”, cuenta Marleny en un español pausado, mezclado con su lengua materna Korebajʉ o Coreguaje, nombres con los que también se autorreconoce este pueblo.

Los cascabeles, las distintas clases de chochos (como diamante, rojos y yiyan), las hojas de las palmas de cumare y pui, el bejuco del yagé y otras plantas medicinales son cada vez más difíciles de encontrar debido a que la “montaña”, como Marleny se refiere a la Madre Selva, ha ido desapareciendo.

Para recolectar las semillas, las mujeres deben caminar entre tres y cinco horas —algunas veces más— y se ven limitadas porque no pueden andar solas por el territorio debido a la presencia de “gente peligrosa”, dice.

El resguardo de 2.042 hectáreas está conformado por las comunidades San Rafael, San Francisco, Santa Rosa y Las Estrellas, lo bañan el río Orteguaza y las quebradas Agua Negra, La Raya y La Pava, y colinda con fincas de extensas áreas de pastos y ganado. Para llegar hasta allí hay que abordar una lancha desde Puerto Arango (distante a 30 minutos de Florencia, capital de Caquetá), navegar durante tres horas y media sobre el Orteguaza y desviar cinco minutos por la quebrada Agua Negra. Por ese río es cotidiano ver lanchas transportando reses y leche (estos últimos en tanques plásticos azules).

Marleny, de 63 años, recuerda que cuando apenas tenía cinco, en el resguardo tan sólo había unas casas rodeadas de bosques y muchas especies de árboles, plantas y bejucos. También animales como el jaguar (tigre) y otros que su padre cazaba para alimentar a su familia, como los micos y la boruga. Narra que se veían muchos loros y guacamayas que volaban en la mañana y al caer la tarde.

— “Todo esto era un pedacito con casas, todo lo demás era montaña. Para ir a [las comunidades] Granada y Santa Rosa era lejos, había tigre, había huella [del animal], yo era miedosa. Mi papá era cazador y cuando había cacería me decía: ‘Mire niña, vaya dele a su hermano’, porque mi hermano vivía en otro resguardo y me mandaba. Yo lloraba para no ir, era mucho miedo”, dice con nostalgia.

Hoy día, el resguardo lo habitan un total de 666 Korebajú, la mayoría niñas y niños. Son 156 familias, según el censo más reciente de las autoridades tradicionales. 

Junto a Marleny está su prima Flordira Piranga Cruz, de 64 años. Ambas pertenecen al clan Pachobaju, que en su lengua significa pájaro mochilero. Los Korebajú se conforman en clanes familiares y sus nombres reflejan su estrecha conexión con la naturaleza, como con animales como el loro y el tigre, y plantas como el carrizo, entre otras. 

La misma “montaña” les proveía alimentación en abundancia. Así lo recuerda Flordira, cantora, tejedora y presidenta del Comité de mujeres de San Rafael:

— “Antes solo era pescado, carne de monte ahumada y huevo de charapa (tortuga) ahumado. Mezclábamos con casabe y manteníamos para cuando teníamos hambre. Cuando íbamos a trabajar en la chagra comíamos carne de monte, y ahora comemos cachama (pescado) y pollo con purina (concentrado para animales) y carne de res mezclado con arroz”, dice Flordira mientras teje con hilos de colores rojo y verde los bordes de una cusma, el vestido tradicional de los Korebajú.

Esos cambios en el territorio de los que hablan Marleny y Flordira también se ven en la maloka, ubicada en el centro de San Rafael. La comunidad se vio obligada a techarla con láminas de zinc. “Se llama pui mue, la maloka, porque está hecha de la palma de pui. Hasta el momento para nosotros es muy escaso [difícil] para conseguir esas hojas”, asegura Marleny.

La maloka, considerada la casa sagrada, es donde se reúnen las mujeres, las abuelas, los taitas y las autoridades para aprender y compartir con niñas, niños y jóvenes los saberes de las artesanías, el tejido de las cusmas, y todos los conocimientos de su pueblo y de la tierra. Allí, también toman el remedio del yagé y además hacen las asambleas.

A su alrededor están las viviendas, algunas de madera y otras de cemento y ladrillo; todas tienen techos de zinc. Cada familia tiene un patio pequeño para la siembra de plantas medicinales y una que otra mata de yuca y plátano; los cultivos más grandes están en las chagras, a unos 40 minutos de la comunidad. Además, crían pollos y gallinas para su alimentación y sustento diario. El colegio Mama-bue se encuentra a quince minutos caminando desde la maloka.

A las 156 familias se les ha entregado media hectárea para la chagra y deben sembrar los cultivos de pancoger en los lugares que llaman “rastrojo”, áreas donde antes era selva y ahora crece nueva vegetación, así lo asegura el cacique Ignacio Orozco Cruz, principal autoridad del resguardo.

En San Rafael no hay agua potable, solo una moya o pozo de donde se saca el líquido para consumo y en cada casa hay tanques plásticos negros donde almacenan el agua lluvia. El servicio de energía eléctrica es inestable y contadas familias han logrado instalar paneles solares que han conseguido con proyectos y esfuerzos propios. El puesto de salud está en mal estado y la emisora, deteriorada. En abril de 2023 un vendaval tumbó la antena y el techo, afectando los equipos de transmisión. A diciembre de 2023 todavía no la habían podido reparar.

El reencuentro con la medicina tradicional 

En la entrada de la casa de Marleny hay un fogón de leña y dos pailas grandes que usa para preparar fariña y casabe con harina de yuca. Para ella es cotidiano prender el fuego y quemar inciensos con hierbas aromáticas; con hojas secas de waira sopla el fogón y así levanta más humo para armonizar la casa, a los espíritus y a quienes la visitan.

Mientras su hogar huele a incienso, ella se sienta sobre una hamaca de cabuya y narra una parte dolorosa de su historia y la de su pueblo. Hace 30 años se acercó a la medicina buscando tranquilidad después del asesinato de su esposo Aquiles Bolaños Piranga, líder y fundador del Consejo Regional Indígena del Orteguaza Medio Caquetá (Criomc), en septiembre de 1993.

— “Tuve a mi esposo. Lo mató la guerrilla y yo quedé con seis hijos, cinco hombres y una sola mujer. Ahora tengo siete nietos. Él vivía en la comunidad de San Luis, donde hubo la masacre grande, y yo me quedé sola y me tocó desplazar para donde está mi familia aquí a este resguardo”, relata.

Marleny recuerda que meses después de la muerte de Aquiles, a San Rafael llegó una brigada de taitas de la Unión de Médicos Indígenas Yageceros de la Amazonía Colombiana (Umiyac) y ella fue delegada para cocinarles y acompañarlos en esa visita. Allí empezó a entender más el poder del remedio y se interesó en aprender. 

Narra que una vez decidió tomar yagé para encontrar respuesta de quién había asesinado a su esposo. 

— “Tomé la primera copita y venía la borrachera (efecto del yagé). Yo vi primero una culebra y luego otra culebra. Yo empecé a pegarles para alejarlas. Yo estaba con mi hija. Luego, me tomé otra copita y dije: ‘Bueno, ahora sí viene una pinta mejor’ y vi que venía el finado y me dijo: ‘Mire, no se preocupe, no me busque más, porque a mí ya me mataron la guerrilla Farc’. Y se fue”. 

El mensaje del yagé trajo verdad y apaciguó un poco su dolor. 

Esa región, como muchas de Caquetá y del país, fue controlada por la guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) hasta el acuerdo de paz de 2016. Ahora permanecen en la zona las disidencias del mismo grupo, según indican las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo.

Aquiles fue uno de los primeros líderes asesinados en un largo período violento para los Korebajú. Luego de su muerte, como narra la historia Coreguaje: voces de un despojo, (publicada en 2017 y escrita por la autora de este reportaje), las Farc activaron un plan para aniquilar sistemáticamente a los indígenas. Una de las tragedias más recordadas es la masacre de siete sabedores, profesores y caciques de la comunidad de San Luis en 1997. La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) tiene registros de 65 líderes asesinados en ese territorio entre 1997 y 2000 a manos de dicha guerrilla. El accionar de ese grupo los convirtió en un pueblo en riesgo de exterminio físico y cultural, según la Corte Constitucional

La experiencia del yagé, más el consejo que recibió de taitas y sabedoras, animaron a Marleny para que aprendiera a armonizar y conociera el uso de las plantas para servir a su comunidad –rituales debilitados en tiempos del conflicto armado–. "

Con su práctica y compromiso, Marleny desde hace más de una década hace parte de la Asociación de Mujeres Indígenas “La Chagra de la Vida” (Asomi) de Putumayo, conformada por los pueblos indígenas Siona, Kofán, Korebajú, Inga y Kamëntsá.

En Agua Negra, ese período violento dejó viudas, niñas y niños huérfanos, y mucho dolor en las familias. Mujeres y hombres han sanado sus territorios aferrándose a la medicina de sus ancestros: el yagé y el mambe de la coca. Las mujeres ya no quieren hablar de estos hechos, no quieren, en sus palabras, ser revictimizadas, hoy prefieren contar sobre cómo siembran las chagras, cómo fortalecen y conservan su lengua propia. También quieren compartir su palabra alrededor de su música, de la elaboración de las cusmas y del cuidado de sus selvas y comunidades a través de sus guardias indígenas. Todas sus actividades las hacen con la orientación del yagé.

Para Marleny seguir la medicina también es recuperar el legado de Miguel Piranga, uno de los caciques y sabios más importantes de los Koreguajú. En los relatos históricos, el Cacique guió al pueblo cuando todavía era nómada y se movía por las espesas selvas y ríos de los departamentos del Caquetá y Putumayo, hasta que –por la Colonia, las distintas bonanzas (explotación del caucho y maderas) y conflictos armados– se asentó en Agua Negra. Sobre el Cacique, cuenta Marleny:

— “Nosotros teníamos un taita de mucha sabiduría, somos parte de la familia Piranga, somos de yagé. Eso fue hace muchos años, más de cien, y ese saber se fue perdiendo, por eso lo estamos recuperando. Nosotros somos corazón de yagé, somos hijos de la tierra, entonces de ahí vamos caminando, vamos aprendiendo”.

A Marleny, su labor también la lleva a recorrer otras regiones de Caquetá y del país. Además de pertenecer a Asomi, es consejera de mujeres de la macro Amazonía de la ONIC: en cada viaje que emprende, transmite la medicina de los Korebajú y trae a su comunidad nuevos conocimientos. Siempre carga en su mochila las hojas de waira, la armónica y los collares de cascabeles.

La chagra y la reserva

Al finalizar el día y los fines de semana, en San Rafael las mujeres suelen reunirse en varias casas para compartir la palabra en su lengua que conservan totalmente. Algunas sentadas en el piso tejen en silencio y con hilos van uniendo telas floreadas para hacer sus ropas; otras seleccionan los chochos y los cascabeles para los collares. En la comunidad, también elaboran mochilas con bejucos para cargar la cosecha de la chagra. Las niñas y los niños acompañan y observan a sus madres y abuelas, y otros, juegan en los alrededores en canchas improvisadas, y los hombres se reúnen para mambear.

En una de las casas cerca de la maloka se juntan Estella Gasca Gutiérrez, vicepresidenta del Comité, Marleny y otras personas de la comunidad. Su conversación gira en torno a la urgencia de recuperar las prácticas culturales como el uso de las plantas medicinales, las semillas y las siembras rotativas en las chagras. Allí explican que esta forma de siembra permite dejar descansar la tierra luego de cumplir con los ciclos de cosechas, que pueden durar entre dos a tres años.

— “La chagra significa para nosotras, las mujeres indígenas, el lugar para sembrar la comida para nuestros hijos y nietos”, dice Estella.

Ella cuenta que todos los días camina muy temprano hasta la chagra, le gusta sembrar y ver crecer las plantas y los frutos que en cosecha lleva a casa y comparte con otras mujeres y familias. Su labor la hace acompañada de sus hijos y nietos, y de su esposo Álvaro Piranga cuando él no trabaja en temas organizativos y políticos del resguardo.

Las mujeres Korebajú son las encargadas de sembrar yuca, piña, plátano, caña, ají, batata, ñame y otros frutos. 

También con su “palabra dulce” solucionan los problemas que se presentan en la comunidad. En Agua Negra nada se hace sin su opinión y sus consejos. Su rol “como sembradoras de esperanza” está reconocido en los planes de vida del resguardo desde 1982. 

Con el paso de los años, el territorio se ha ido transformando. En Agua Negra está el recuerdo de la “montaña” que se taló para los cultivos de uso ilícito de la planta de coca y los daños que dejaron las fumigaciones con glifosato durante el Plan Colombia impulsado en 1999 por el gobierno del entonces presidente Andrés Pastrana. 

“Fue muy fuerte la cuestión del narcotráfico, de la coca, hubo mucha plata en el Caquetá, incluyendo Milán y Solano, que fueron los centros y corredores. Muchas familias fueron obligadas a cultivar para sobrevivir”, relata el líder Álvaro Piranga en la historia “Coreguaje: voces de un despojo”

En la actualidad, los Korebajú tienen sembrada la planta sagrada de coca para uso medicinal y la consumen en polvo verde para mambear en ceremonias y en reuniones de trabajo.

— “Sirve para la concentración, para tener más fuerza y trabajar mejor. Es el mayor conocimiento que debemos tener nuestros hombres y mujeres”, explica Marleny.

En los alrededores del resguardo, poblaciones campesinas han tumbado la selva para convertirla en potrero. Esta práctica se extendió con fuerza en varios municipios de Caquetá entre los años 2015 y 2022, periodo en el que se deforestaron 254.095 hectáreas según datos del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) entregados vía derecho de petición a Agenda Propia. Dentro de los resguardos también hay registros de deforestación, personas extrañas llegan a tumbar la selva, y algunas hectáreas son taladas por los indígenas para sus chagras.

Además, la población indígena ha aumentado, lo que genera escasez para la pesca, la cacería y los lugares para las chagras, y surgen preguntas sobre el futuro de las personas más jóvenes, dice el cacique Ignacio. Por ello solicitaron otra ampliación a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) y a la Unidad de Restitución de Tierras (URT). Esta necesidad también la tienen los 16 resguardos que hacen parte del Criomc. 

El resguardo fue constituido legalmente en 1988 con la Resolución 27, otorgada por el extinto Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), y sus tierras fueron ampliadas en 2006 por el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), hoy ANT. Entonces, lo integraban 220 personas agrupadas en 39 familias. 

La pérdida de árboles sagrados para los Koreguajú es notoria en todos los resguardos de este pueblo indígena en Caquetá.  Ellos tienen identificadas cerca de 30 especies de plantas –para hacer collares, mochilas y tintes naturales– y de árboles –como balso, canelo y chontas– que ya no se consiguen con facilidad. “Un alto porcentaje de las especies es de origen introducido, lo que denota un intercambio de material vegetal con otros grupos étnicos, producto de la penetración cultural y de la reducción de las poblaciones de especies nativas”, según un diagnóstico realizado por la organización artesanal “Pareipa Artesanías Koreguaje”, integrada por varios resguardos con el apoyo del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo y Artesanías de Colombia. 

Para contribuir al equilibrio y proteger las especies de fauna y flora que habitan en la Madre Selva, en Agua Negra se han destinado mil hectáreas para la conservación. En esta área se respeta un plan de manejo ambiental comunitario: “No se puede utilizar nada cuando no es necesario”, enfatiza Ignacio y agrega que sólo está permitido sacar madera para las casas y restaurar lugares comunales, como la maloka y el colegio. Las mujeres van a la selva a recoger semillas y bejucos para collares y artesanías; y Marleny y los taitas también van a un nacimiento a recolectar agua con la que preparan los remedios.

Compartir los saberes y el uso de las plantas

Al frente de la casa de Marleny hay un árbol de pomorroso y en los alrededores tiene sembradas albahaca, cilantro cimarrón, guayaba y varias plantas que usa para las comidas y para calmar distintos dolores y enfermedades. 

— “Si miras no parece nada, pero todas las plantas son gente, son personas, entonces ahí está todo. Hay para sanar la fiebre, la diarrea, el vómito, los maleficios, para el dolor de los huesos, de las heridas, tuberculosis, entre otras enfermedades”, habla mientras toca la albahaca.

La sabedora agrega que las mayoras, como ella, tienen muchos secretos para preparar remedios y les está prohibido contarlos. Esto hace parte de lo sagrado de su cultura y la forma en que quieren preservarla. La selva amazónica les provee todo lo necesario para estar bien y por eso deben cuidarla.

Junto a otra abuela de la comunidad Santa Rosa, ellas son las únicas conocedoras de plantas en el resguardo. En esa población, distante a tan solo quince minutos caminando de San Rafael, tienen una maloka pequeña en donde se reúnen con otras mujeres para sembrar y recuperar la medicina propia. 

— “Hay mujeres adultas y niñas a las que les estamos dando consejos. Ya tenemos comité de mujeres de medicina, un equipo de dos dinamizadoras, dos abuelas y las demás son aprendices participantes. El grupo juventud de Umiyac también tiene un comité de organización. En eso estamos, en la práctica hasta el momento”, dice Marleny.

Sus saberes también los comparten con los estudiantes del colegio Mama-bue. Allí hacen círculos de palabra para explicarles sobre el poder curativo de las plantas, los ciclos de la luna para la siembra y los cantos para las ceremonias. Los Korebajú tienen su propia música y ritmos, de ahí la importancia de recuperar las semillas para hacer los sonajeros.

—“Estamos fortaleciendo para la vida, para tener gente sanos de conocimiento, de muchas plantas medicinales. Entonces, como mujeres estamos presentes, practicando, enseñando a las nuevas generaciones”, explica. "

Ahora, el sueño de Marleny es crear otra casa de plantas medicinales y de sanación en su comunidad San Rafael, cerca de la maloka grande. El lugar es clave porque es la entrada principal a las comunidades del resguardo Agua Negra. Para lograrlo, pide colaboración a organizaciones y a los gobiernos para que les ayuden a fortalecer su cultura, en riesgo de desaparecer.

Marleny seguirá cargando su collar de cascabeles y la armónica para cantarles a la Madre Selva, a los espíritus y a sus gentes, y con las mujeres Korebajú seguirán en la siembra de plantas en sus chagras y compartiendo los saberes ancestrales de su pueblo.

Nota. Esta historia fue cocreada por el equipo intercultural de Agenda Propia gracias a las Becas para cobertura periodística de la Amazonía colombiana de la Fundación Gabo en alianza con Oxfam Colombia.

Comparta en sus redes sociales

2485 visitas

Comparta en sus redes sociales

2485 visitas


Comentar

Lo más leído


Ver más
image

Rituales para llamar la lluvia, la respuesta espiritual de los Yampara a la sequía

Espiritualidad para combatir la sequía que afecta a familias indígenas productoras.

image

Indígenas en México son guardianes de la abeja nativa pisilnekmej

La cosecha de la miel de la abeja melipona, especie sin aguijón, es una actividad ancestral de los pueblos indígenas Totonakus y Nahuas en la Sierra Norte de Puebla, en México. La producción beneficia económicamente a las familias y les permite proteger el territorio, pero hay serias amenazas sobre la actividad.

image

Las plantas medicinales, el legado del pueblo Misak

Un sabedor tradicional, una partera y un cuidador protegen el uso de las plantas, uno de los legados del pueblo indígena Misak. En la casa Sierra Morena siembran más de 200 especies de flora que utilizan para sanar las enfermedades físicas y espirituales de sus comunidades en el municipio colombiano de Silvia, en el departamento del Cauca.