“¿Merezco morir por hablar en nombre de un pueblo?”
Eronilde Fermin, cacica de los Omágua Kambeba, lucha para garantizar la educación y la protección del territorio.
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La Cuenca del Cacarica, en Chocó, Colombia, que alberga a población afro, indígena y mestiza, ha sido constantemente apetecida por empresas madereras y amenazada por grupos armados. En época de pandemia, mientras la comunidad se guarda con sigilo para no contagiarse, Ana del Carmen Martínez, reconocida lideresa, presta su voz para narrar su historia de resistencia. Este reportaje hace parte de la serie periodística internacional #DefenderSinMiedo coordinada por Agenda Propia.
Ana del Carmen Martínez dice que ella no escogió ser líder. Asegura que fue inevitable, que simplemente ocupó “su lugar en la historia” cuando veintitrés años atrás su pueblo se encontró desplazado y “arrinconado” en el coliseo deportivo de Turbo, en Antioquia, a dos horas en panga (lancha) rápida desde Cacarica, en el vecino departamento del Chocó, al norte de Colombia. Entonces, simplemente lo supo, como ocurrió con tantos otros: tenían que organizarse, tenían que volver. Lo tenían que hacer por los niños y las niñas: de las 3.500 personas que fueron desplazadas, unas dos mil llegaron a Turbo y se estima que al menos 250 eran menores de edad.
La cuenca del río Cacarica se encuentra al noroccidente de Colombia en la región del Pacífico, departamento chocoano (municipio de Riosucio), en límites con Panamá. El territorio colectivo del Consejo Comunitario (legalizado en 1999) comprende 103.024 hectáreas y limita al norte con el Parque Nacional Natural los Katíos, al sur con el Consejo Comunitario de Salaquí, al oriente con el río Atrato y al occidente con Panamá. Internamente, el Consejo tiene límites con los resguardos indígenas Perancho, Peranchito y La Raya (con presencia de los pueblos Embera-Chamí-Katío y Wounnan). En términos geográficos y políticos el Consejo divide su territorio en cinco subcuencas (Balsas, La Raya, Perancho, Bijao y Peranchito) que acogen 23 comunidades y dos Zonas Humanitarias: Nueva Vida y Nueva Esperanza en Dios.
Como otros territorios ubicados en la región del Pacífico, la cuenca “goza de una gran diversidad cultural representada por los pueblos indígenas, comunidades negras y comunidades mestizas”, dice Jefferson Quinto Mosquera, ecólogo de la Universidad Javeriana, y explica que la zona también se destaca por sus ecosistemas y especies, convirtiéndola en “un lugar estratégico para la conservación y el manejo sustentable del ambiente”.
Jefferson, quien nació en este territorio y es miembro y asesor de la junta directiva del Consejo Comunitario, resalta que en esta zona, desde la Conquista, “han coexistido múltiples intereses de tipo económico y político, por su ubicación geoestratégica y por la oferta de recursos naturales, entre los cuales se destacan los forestales”. Los bosques más afectados por la industria maderera en la región son los guandales y los cativales, estos últimos fundamentales para la reproducción de peces y la vida de humedales.
El Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), que trabaja en Colombia desde 2006, describe los intereses en la región y el arraigo de grupos guerrilleros y paramilitares de la siguiente manera: este es un territorio históricamente abandonado por el Estado, que no solo es apto para proyectos de agricultura extensiva, ganadería, cultivos de uso ilícito y minería, sino que también sirve como corredor de movilidad y tráfico de armas y estupefacientes, por su ubicación estratégica cerca del Golfo de Urabá, en la frontera Colombia-Panamá, la unión entre Suramérica y Centroamérica.
Ana del Carmen fue sorprendida por el cierre de fronteras en marzo de 2020 en tránsito desde su comunidad, la Zona Humanitaria Nueva Esperanza en Dios, hacia Apartadó, municipio en el vecino departamento de Antioquia en donde se concentran las principales sedes de las entidades del Estado, así como las de empresas nacionales y multinacionales con negocios en la región. El día en que Colombia empezó a “cerrarse”, la primera semana de abril, ella viajaba a una reunión con el Ministerio del Interior y si no hubiera sido porque se “complicó” la ruta (“como en el verano no se anda por agua sino por el camino”), la llamada cancelando el encuentro habría llegado demasiado tarde, ya en zona urbana, y le habría tocado confinarse allí. Pero no, respira aliviada: “Gracias al Señor y para atrás, para mi casa”.
Y allí ha estado desde entonces. Son ya siete meses.
A finales de septiembre, Ana del Carmen dijo que su territorio se mantiene libre de coronavirus y que la comunidad sigue protegiéndose, en la medida de lo posible, restringiendo los movimientos y limitando la entrada de visitantes externos, aunque desde que se levantó la cuarentena nacional, a finales de agosto, esto se les hace cada vez es más difícil. A mediados de octubre, la Secretaría de Salud Departamental del departamento del Chocó reportó 4.066 casos confirmados en la región, de los cuales 119 se concentraban en el municipio de Riosucio.
La lideresa cuenta que la preocupación es que en Cacarica no tienen centro de salud y el más cercano queda en Riosucio, a casi un día de viaje en lancha. “Si se llega a infectar alguien, nos acabamos todos, porque de aquí a que salga la persona al médico o entre a cuarentena, ahí infecta a un montón de gente”, dice. Sin embargo, indica que la comunidad tiene a la mano hierbas, como el matarratón, y jengibre con panela por si hay que hacerle frente a los síntomas de la enfermedad.
Las restricciones de movilidad (cancelación de vuelos, cierre de vías y puertos) también han impactado a las organizaciones internacionales que acompañan proyectos sociales en la zona y que con su presencia protegen a la comunidad. Por esta razón, los habitantes de la Cuenca se han encontrado, por primera vez en años, sin ese apoyo in situ, por lo que, por precaución, han disminuido sus desplazamientos dentro del territorio.
Por medio de una llamada celular, que puede recibir gracias a una antena que instalaron en el territorio hace un año, Ana del Carmen cuenta que sus labores por la defensa de los derechos de su comunidad y el reconocimiento del territorio como víctima del conflicto armado las hace a través de WhatsApp: “Escribimos cartas y les sacamos fotos para mandarlas”. Esta reivindicación fue uno de los compromisos del Acuerdo de Paz firmado por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos con la ahora extinta guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Hace un año esta pandemia los habría dejado incomunicados.
- la expulsiónAl igual que varios pueblos apartados de las urbes en Colombia, el Cacarica apareció en la agenda nacional cuando en febrero de 1997 una incursión paramilitar de cuatro días asesinó a 86 personas, entre ellas a Marino López Mena, líder campesino del caserío de Bijao a quien acusaron de ser guerrillero. La masacre expulsó de sus tierras a más de 3.500 personas hacia Turbo, Bocas del Atrato y Panamá.
Los cacariqueños vinieron a conocer el Estado “en su rostro más fuerte: el rostro militar. Lo conocieron con las armas y actuando en una operación conjunta con los paramilitares: la Operación Génesis”, explica Santiago Mera, defensor de derechos humanos y miembro de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, organización que ha acompañado a la comunidad desde que llegó desplazada al coliseo.
Investigaciones judiciales posteriores comprobaron que en esta operación actuaron de manera coordinada el Bloque Élmer Cárdenas (BEC) de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y la Brigada XVII del Ejército Nacional, entonces al mando del general Rito Alejo Del Río –conocido como el “pacificador de Urabá”–, condenado a 25 años y 10 meses de prisión en 2012 por la muerte del líder y sus nexos con el paramilitarismo, y en libertad desde 2017 después de someterse a la Jurisdicción Especial para la Paz. Empresas como Maderas del Darién S.A. (otrora filial de Pizano S.A.), Maderien S.A., así como Chiquita Brands, han sido señaladas por financiar a los grupos paramilitares en la región del Urabá. Además, y como han documentado organizaciones sociales y quedó consignado en el Plan de Caracterización del Consejo Comunitario de la Cuenca del Cacarica publicado en 2017 por el Ministerio del Interior, se ha corroborado que las compañías Maderas de Darién y Multifruits CIA S.A. se beneficiaron directamente de la expulsión de la población del territorio al explotar su bosque y la tierra.
La estrategia de vaciamiento (fenómeno en el que una unidad de análisis sociodemográfico, ya sea municipio, pueblo o vereda, pierde el 50 por ciento o más de su población) de múltiples lugares de la geografía nacional, que las AUC perfeccionaron hasta el cansancio en sus más de dos décadas de vida –como documentó en detalle el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en su informe de 2015 “Una nación desplazada”– aterrorizó y desalojó de su territorio a esta comunidad.
Como indica el estudio del CNMH, el matrimonio entre la fuerza pública y estos grupos armados “catapultó una empresa criminal que buscó la consolidación de intereses económicos vinculados al proyecto paramilitar en la región”. Así quedó registrado en los alegatos finales del Caso 12.573 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (conocido como Caso Marino López y otros [operación Génesis] vs. Colombia), en los que la Corte determinó que estas empresas hicieron un uso irracional de los recursos maderables, ocasionando un profundo daño al territorio, a sus recursos forestales y a las condiciones de vida de los pueblos ancestrales que habitaban estas zonas.
Por este caso, el Estado colombiano fue condenado en diciembre de 2013 como responsable de haber incumplido su obligación de “garantizar los derechos a la integridad personal y a no ser desplazado forzadamente” a las comunidades de Cacarica, por la falta de protección y por no asegurarles un retorno seguro. Además, se le condenó por su colaboración con grupos paramilitares; haber despojado a las comunidades de sus tierras (en contra de la Ley 70 de 1993 que protege los territorios ancestrales de las comunidades afrocolombianas) y por los actos crueles cometidos en contra de Marino López.
El Estado colombiano fue obligado por esta sentencia a otorgar medidas de protección y a restituir el efectivo uso, goce y posesión de los territorios de las comunidades afrodescendientes agrupadas en el Consejo Comunitario de las Comunidades de la Cuenca del río Cacarica. Según explica Katrine Ringhus, voluntaria noruega de Brigadas Internacionales de Paz (PBI por sus siglas en inglés) en Colombia entre 2012 y 2014, esta es la primera sentencia de la Corte Interamericana que condena a un Estado por desplazamiento de una comunidad afrodescendiente, lo que la convierte en una sentencia “simbólica y moralmente importantísima”.
Durante el diálogo virtual “El territorio como víctima del conflicto armado”, realizado el 23 de julio pasado y moderado por la comisionada María Ángela Salazar, se discutió cómo los proyectos “traídos de fuera” de las comunidades étnicas, hablan y venden la “verraquera del desarrollo”: la idea que la explotación acelerada de los recursos naturales trae riqueza y progreso, cuando en realidad termina beneficiando a unos pocos y perjudicando a los pueblos que originalmente habitan esos territorios. Salazar era una activista que trabajaba en la Comisión de la Verdad por la reivindicación de las historias del pueblo negro, afrocolombiano, raizal y palenquero y falleció a inicios de agosto a causa de la covid-19.
En la conversa pausada, Ana del Carmen reflexionó sobre cómo su camino por la defensa del territorio colectivo ha sido arduo y constante. “Lo inevitable”, como ella llama al hecho de haberse convertido en lideresa, se le cruzó en el camino hace 24 años y desde entonces no ha parado.
“¿Sabe qué nos hizo retornar? Primero, porque no estábamos acostumbrados. Digamos que Turbo es una ciudad y campesino en la ciudad es como un perro amarrado. Y los niños… porque esos niños se la pasaban llorando. Claro, porque no había agua cómo bañarse y ellos que están acostumbrados que a la hora que les da su calor se van y se zampan a su río. Eso nos hizo retornar rápido porque la verdad es que estábamos muy desesperados con esa niñez. Segundo, uno no se amaña en otro lado, afuera de su tierra. Porque acá, si usted siembra un plátano, de eso va a comer; un palo de yuca, de eso va a comer; maíz va a comer, lo que sea que usted siembre, le pega. Allá, ¿cómo hacíamos? Era tal la desesperación que arrendamos una finca para sembrar yuca. Uno no sabe vivir sin su pacha mama, sin la tierra. Ella es nuestra madre naturaleza y ella es la que nos da todo”, cuenta Ana del Carmen.
Santiago, de Justicia y Paz, dice que el retorno de esta comunidad se dio porque ellos no conciben vivir en un territorio ajeno a su identidad cultural: “El territorio es un elemento vital que los llama y en donde pueden desarrollar toda su vida y arraigarse cada vez más”, explica y subraya: “El territorio lo es todo para las comunidades de la Colombia rural, les provee la alimentación, la salud, les garantiza la transmisión de la cultura”.
Por este acompañamiento de organizaciones sociales nacionales e internacionales (como la Comisión Intereclesial y el PBI), y sin apoyo del Estado, unas 1.200 familias iniciaron el proceso de retorno a sus tierras. Otras, se desplazaron a diferentes lugares del país, o permanecieron en Turbo y se ubicaron, en su mayoría, en los barrios El Pescador I y II, Brisas del Mar y Manuela Beltrán (735 familias en 2018). Allí, su ser campesino se ha ido diluyendo con el paso del tiempo, y quienes cargaban esa herencia, los mayores, se la han ido llevando a la tumba. Los y las jóvenes ya no tienen esa conexión con la tierra y sus tradiciones, se quejan los adultos, y dicen que estos ahora proyectan su futuro en las posibilidades de acceso a la educación y trabajos en la zona urbana.
Dos años después de su desplazamiento, las comunidades de Cacarica obtuvieron la titulación colectiva de su territorio, uno de los derechos contemplados en la Ley 70 de 1993 y, estando aún en Turbo, constituyeron la Comunidad de Autodeterminación, Vida y Dignidad de Cacarica (Cavida).
El retorno se realizó en tres etapas, entre 2000 y 2001. Acompañados por PBI, en junio de 2001 crearon la Zona Humanitaria (ZH) Nueva Vida, la primera de su tipo en Colombia. Según explica la ONG, una ZH es un espacio protegido para uso exclusivo de la población civil.
“El modelo en sí no existe en la legislación colombiana, pero se basa en la normatividad del derecho a la vida y la protección de la población civil en un conflicto armado interno, según lo establecido en el Derecho Internacional Humanitario. Además el modelo ha sido reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, explica Katrine.
Estas zonas están físicamente definidas por una malla y pancartas que indican que está prohibido el ingreso de actores armados (guerrilla, paramilitares o ejército). Su poder es sobre todo simbólico y se encuentra cargado de compromisos tácitos y explícitos internacionales. Las comunidades que se acogen a esta figura esperan que los acuerdos sean lo suficientemente fuertes para protegerlas de las balas.
Dentro del territorio también se encuentra una ecoaldea de paz, que tampoco permite la entrada de ningún actor armado y que se construyó en homenaje a los más de 86 desaparecidos y asesinados en la incursión paramilitar. Las zonas humanitarias y esta ecoaldea se suman a otras estrategias comunitarias de protección del territorio, como el trabajo por la reforestación, que está a cargo de las mujeres, quienes conformaron el grupo Guardianas del Bosque.
La reforestación ha sido un compromiso colectivo desde el regreso porque, según cuenta Ana del Carmen, “cuando salimos de acá, dos empresas madereras entraron e hicieron la ‘explotación del siglo’. Donde nos hubiéramos demorado más en retornar ya no habríamos encontrado bosque”.
Según relatos de los líderes consignados en el Plan de Caracterización publicado por el Ministerio del Interior, antes del desplazamiento la cantidad de bosque usufructuado por Maderas del Darién fue de unas 35.800 hectáreas (lo que representa “un poco más de la tercera parte del territorio colectivo”). Luego del desplazamiento, se adicionaron 7.282 hectáreas aprovechadas por la empresa. “En total hay aproximadamente 43.082 hectáreas de aprovechamiento maderero que representan el 42 por ciento del área del territorio colectivo”, reza el documento. A esta explotación se suma que Maderas del Darién construyó unos canales para sacar el agua y extraer la madera, los cuales han impactado el ecosistema secando las ciénagas y varios cuerpos de agua, “generando sedimentación y desvíos en los cursos naturales de las quebradas y los ríos”.
Amin (Jarlenson Angulo), estudiante de agronomía, y Janis (Harold Orjuela), agricultor, son dos jóvenes del Cacarica que hacen parte del grupo de hip hop “Los Renacientes”. Según le contaron al antropólogo y periodista Fabián David Páez en una entrevista cuando se acercaba el aniversario número 20 de la Operación Génesis, uno de sus logros más importantes como comunidad ha sido haber regresado al territorio. Cuando la guerra colombiana los expulsó de sus tierras, Amin tenía nueve años y Janis, cinco.
Este grupo musical nació en 1999, cuando la comunidad aún se encontraba en Turbo y, desde entonces, han pasado por allí varios jóvenes con ganas de componer canciones para dar a conocer las situaciones de violencia que han vivido y que aún persisten en sus territorios. “Para nosotros los jóvenes, que somos bastante impulsivos, con el rap podemos expresar muchas palabras más fuertes. Quizá mejor que con una chirimía o un alabao, u otros ritmos ancestrales que no van con las palabras tan duras que uno lleva por dentro”, explica Janis. Sobre sus letras, Amin cuenta que hablan de resistencia y de sus territorios: “Estas tierras que nosotros cuidamos son las que nos dan nuestro sustento, nuestro proyecto de vida. La tierra significa mucho para nosotros los campesinos porque vivimos de ella. Y ese es el amor que sentimos por ella y lo llevamos dentro y nos hace ser fuertes y resistir”.
Santiago, quien conoce a la comunidad desde 1997 y acompañó muy de cerca el retorno, dice que le da gusto ver cómo lo que en su tiempo era una generación de niños, niñas y adolescentes en condiciones de vulnerabilidad, ahora son jóvenes y adultos que han asumido las riendas del proceso organizativo de resistencia, de afirmación de derechos en el territorio y de construcción de paz territorial.
“Son jóvenes que asumen el rol protagónico de liderazgo y de relevo generacional. Varios de los que eran niños en aquel entonces, cuando nosotros (como Justicia y Paz) apoyamos y acompañamos el retorno, ahora ejercen funciones de coordinación en el proceso de Cavida. Ha sido un proceso de cualificación, de incidencia y de formación continua”, insiste Santiago. Sobre este tema, Nathalie Bienfait, quien ha acompañado a la comunidad en varias oportunidades como parte de PBI, asegura que en el Cacarica existe una transmisión importante intergeneracional de lo que ella llama “el sentido de la lucha”, que en últimas, es la consciencia sobre la importancia de defender el territorio y la necesidad de que este sea un trabajo mancomunado y no dejárselo a algunos pocos.
Una de las más grandes apuestas de la comunidad para garantizar la permanencia de las nuevas generaciones en el territorio ha sido impulsar experiencias educativas, como la Escuela Interétnica de Liderazgo Juvenil, que existió hasta el año 2018 con el apoyo de la Agencia de las Naciones Unidas para Refugiados (Acnur), y la Universidad para la Paz; desafío de más de dieciséis consejos comunitarios para crear en su territorio un espacio en donde no solamente se promuevan los saberes locales y ancestrales, sino que también convoquen espacios de discusión y reconocimiento de responsabilidad entre víctimas y todo tipo de excombatientes, explica el ICTJ.
Ana del Carmen dice que quienes los sacaron “pegaron el grito en el cielo cuando se dieron cuenta de que la gente retornó, porque con ese susto que nos metieron pensaban que no íbamos a volver”. La determinación por el retorno y su persistencia en permanecer en el territorio aún en medio de las amenazas armadas “ha sido una resistencia civil en medio de la guerra, activa y pacífica, con toda la construcción simbólica, de su identidad cultural y haciendo de su territorio un espacio de encuentro”, resalta Santiago.
El sacerdote jesuita Javier Giraldo, reconocido defensor de derechos humanos y fundador en 1988 de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, dice que los empresarios de monocultivos como la palma y bananeros “siempre han estado apoyados por grupos paramilitares y los tienen para que les hagan la vida imposible a las comunidades. Para que les corten las cercas, para meter ganado en sus terrenos y destruir sus cultivos, en fin, para desesperarlos y aburrirlos. Ellos se quejan ante los juzgados y ante los tribunales. El Estado manda al Ejército y se está ocho días. Luego se van y los paramilitares vuelven a destruir las cercas y todo ese círculo vicioso se prolonga”.
Más allá del coronavirus, que “secuestró” las agendas de los medios nacionales, Ana del Carmen mantiene muy presente una de sus preocupaciones pre-pandemia: la inminente construcción de una carretera desde la ciudad de Medellín, la segunda más importante del país, hasta Turbo, lo que facilitaría la entrada de más empresas con intereses en el territorio.
Autopistas de Urabá, el concesionario a cargo de la obra llamada Autopista Mar 2, había ejecutado hasta agosto de 2019 apenas el 1,8 por ciento de este proyecto, el cual empezó con una etapa de preconstrucción tres años atrás. Reportes periodísticos de Caracol Radio Medellín aseguran que el proyecto invertirá “2.6 billones de pesos en la rehabilitación de todo el tramo de Cañasgordas a Necoclí, la construcción de puentes y túneles y operación de la doble calzada Chigorodó-Turbo; para una intervención total de 278 kilómetros de vía”.
Mientras la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras de 2011 –y los procesos de justicia transicional asociados a los Acuerdos de Paz de 2016– hablan de las garantías de no repetición para quienes han sido víctimas de la guerra en el país, el pueblo afrocolombiano insiste en que tales garantías deben cubrir sus territorios colectivos. Claro que el territorio es una víctima, dice Ana del Carmen: “Primero nos desplazaron y el territorio ahí quedó solo. Segundo, fue mucha sangre la que se derramó en este territorio. Tercero, siguen insistiendo en quitárnoslo. Cuarto, se fueron unos, llegaron los otros. El territorio y la población seguimos siendo víctimas”.
Desde que retornaron, el reto de la comunidad ha sido mantenerse en la zona. Los más adultos defienden tanto su estancia, que incluso arguyen su derecho a escoger en dónde morir: en su tierra. Como en Colombia las amenazas a defensores y defensoras de derechos humanos y del territorio no cesan, en la Cuenca saben que allí, más que liderazgos individuales, se tienen los unos a los otros, en colectivo. Es así como adultos, jóvenes, niños y niñas defienden lo que recuperaron y salvaguardan, mancomunadamente, este “pedacito de tierra”, herencia en vida de las generaciones más jóvenes y de las que están por-venir.
Nota. Este artículo hace parte de la serie periodística internacional #DefenderSinMiedo: historias de hombres y mujeres defensores ambientales en tiempos de pandemia. Este es un proyecto del medio independiente Agenda Propia coordinado con veinte periodistas, editores y medios aliados de América Latina. Esta producción se realizó con el apoyo de la ONG global Environmental Investigation Agency (EIA).
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