En medio del contexto de ciudad los indígenas llevan sus tradiciones.

Luis Ángel.
Colombia

Bogotá: donde confluye el universo indígena

May 23, 2018 Compartir

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Más de 37 mil indígenas transitan a diario por las calles de la principal ciudad del país. Misak, Nasa, Pijao, Embera y Muiscas son algunos de los pueblos más numerosos en el Distrito Capital.

En la cxhab wala (gran ciudad), como la llaman los Nasa, los indígenas colombianos trabajan, estudian, hacen rituales, nombran sus autoridades y se organizan para fortalecer sus tradiciones y para reclamar sus derechos. 

Han logrado que la administración de la ciudad establezca una política pública para la población indígena, reconozca la existencia de 14 cabildos y financie el funcionamiento de la Casa de Pensamiento Indígena, un espacio donde se gesta el fortalecimiento de sus saberes ancestrales. 

También existe un cabildo indígena universitario. Sus integrantes caminan en dos mundos: se apegan a sus tradiciones, pero se conectan a través de Internet y usan las redes sociales para promover sus actividades. 

Los indígenas más visibles son los Embera. Permanecen en los alrededores del Museo del Oro y en la tradicional carrera séptima. Allí venden sus collares de diseños y colores alucinantes y les piden dinero a los peatones. Viven en condiciones difíciles mientras sueñan con un regreso improbable a sus territorios. 

Otros indígenas lograron acomodarse a las exigencias de la urbe y escalaron en el complejo entramado de esta metrópoli de ocho millones de habitantes. Una joven arhuaca de la Sierra Nevada de Santa Marta, por ejemplo, llegó hace algunos años al concejo de Bogotá. Otra mujer de la misma etnia es magistrada de la Justicia Especial de Paz. Existen, además, decenas de profesionales de distintas áreas que trabajan como consultores y empleados públicos. La mayoría, sin embargo, tiene empleos de obrero raso o en el comercio informal.  

Bogotá, además, alberga a los descendientes de los Muiscas o Chibchas, quienes poblaban una amplia región de Cundinamarca y Boyacá a la llegada de los conquistadores españoles. En esta Bogotá mestiza (Bakata para los Muiscas) sobreviven nombres como Usaquén, Teusaquillo, Usme, Engativá y Fontibón; además de docenas de apellidos que resistieron a la espada y el mestizaje. 

Por esa razón, aunque extraños en esta caótica urbe del siglo XXI, los indígenas que viven en Bogotá saben que estas tierras les pertenecieron a los Muiscas y que el espíritu de los zipas que aquí gobernaron se mantendrá vivo mientras conserven el camino del conocimiento propio.

Dos rostros del fenómeno

Lucía Teresa Morillo es una indígena kankuama del municipio de Atánquez, en el departamento del Cesar. Llegó sola a Bogotá en el 2007, cuando tenía 16 años. Su mayor ilusión era estudiar Derecho en la Universidad Nacional, la principal universidad pública de Colombia. 

Al principio vivió en casas de amigos kankuamos, la mayoría de ellos desplazados por la violencia. Habitó en sectores deprimidos de la capital, como el barrio Las Cruces o la localidad de Ciudad Bolívar. “Los primeros semestres fueron muy difíciles porque extrañaba a mi familia, y además no tenía dinero para los pasajes o la alimentación diaria. Estuve a punto de devolverme muchas veces, pero mis papás me decían ‘estudia y sé alguien’”, recuerda esta abogada de 27 de años, quien tiene una hija de 9 que nació cuando hacía el tercer semestre de su pregrado.

Hoy dice que todos los esfuerzos que realizó valieron la pena. Terminó su carrera de derecho en la Nacional y luego hizo un posgrado en esa misma institución. Desde hace tres años trabaja en el colectivo de abogadas indígenas Akubadaura y vive en Ciudad Bolívar con su hija, una sobrina y su perro.

"Lucía es una de las cerca de 37 mil personas indígenas que residen en el distrito capital, y que han migrado por dos razones principales: buscar oportunidades para estudiar y trabajar, y huir del conflicto armado". 

Un caso que ejemplifica lo anterior es Luis Hernando Pechené, gobernador del Cabildo Nasa en Bogotá, víctima del desplazamiento por el conflicto armado. “Mis papás, quienes eran dirigentes, recibieron amenazas por parte de grupos armados. En Inzá, Cauca, de donde vengo, la guerrilla se entraba al municipio los fines de semana, en los días de mercado. Eso empezó a complicarse, hubo muertos, entonces tocó salir y buscar otros medios de pervivencia”, afirma. 

Casi el 90 por ciento de las 573 familias Nasa que viven en la capital han sido desplazadas por el conflicto en el Cauca, una región montañosa del suroccidente del país. En zonas como Cauca, Tolima y Caquetá tuvieron mayor presencia las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).

“Todos los días llegan indígenas, no solamente Nasa, sino de diferentes pueblos acá a Bogotá y a otras ciudades como Medellín, Cali y Pereira”, dice Pechené, quien porta un bastón de madera, símbolo de su rango, con cintas de colores en las que sobresalen las verdes (por la naturaleza) y las rojas (por la sangre de los indígenas asesinados en sus regiones en las luchas por la tierra). 

El líder expresa que a pesar de la firma del acuerdo de paz entre Gobierno y las Farc aún no existen las garantías para el retorno de las comunidades. “La garantía que el nasa pide es la directa administración de nuestros propios territorios como autoridades que somos y los resguardos por ser parte de nuestras autoridades territoriales”, señala. 

Las cifras del éxodo

En Bogotá nadie sabe con exactitud cuántos indígenas llegaron a la ciudad en los últimos tres años. Los datos más recientes son del 2014 y corresponden a una encuesta multipropósito realizada por la Secretaría de Planeación del Distrito Capital. 

Según el estudio, hasta ese año habitaban en Bogotá 37.266 indígenas (18.713 hombres y 18.553 mujeres) provenientes de selvas, llanos, montañas y del desierto de La Guajira. 

La etnia con mayor presencia en la urbe es la Pijao, originaria del Tolima, un departamento cercano a Bogotá y marcado por el conflicto armado, seguida por la Kichwa, integrada por diversas comunidades de Bajo Putumayo y del país Ecuador, y la Wayúu, de La Guajira, en el extremo norte del país.  

En la capital hay una presencia masiva de Nasa, Misak y Yanacona del Cauca, una zona caracterizada históricamente por la guerra entre el ejército, organizaciones paramilitares y grupos insurgentes, minería ilegal, cultivos ilícitos y luchas por la tierra. 

Otros pueblos que tienen una presencia significativa en Bogotá son los Kankuamos y Arhuacos (Cesar), Embera (Risaralda), Zenú (Córdoba), Pasto (Nariño) e Inga, Kamëntsá, Uitoto y Kofán (Putumayo). Además, algunas familias indígenas provenientes del Amazonas, Meta, Casanare, Vaupés y la Costa Pacífica, entre otros. 

En la capital también hay comunidades del pueblo Muisca, descendientes de los habitantes prehispánicos de lo que hoy es Cundinamarca, Boyacá y Bogotá. En la última década, los cabildos muiscas de las localidades de Suba y Bosa han tratado de recuperar una pequeña porción de la tierra de sus ancestros en la ciudad y sus alrededores.

“Sus reclamos para consolidar un resguardo son particularmente difíciles debido a los altos costos de la tierra en un contexto de gran ampliación urbana”, señala Diana Bocarejo Suescún, profesora de la Universidad del Rosario, autora de la investigación “Tipologías y topologías indígenas en multiculturalismo colombiano”. 

La mayor parte de los indígenas llegan a Bogotá en condiciones difíciles. Una gran parte de ellos se hacinan en inquilinatos y casas donde habitan hasta diez o más familias. Según la Alcaldía Distrital, las localidades con mayor presencia de indígenas son Bosa, Kennedy, Suba, Engativá, Usme, Ciudad Bolívar. Les siguen Los Mártires, Rafael Uribe, Teusaquillo y Tunjuelito. 

En estos sectores, la mayoría ubicados en el sur de la ciudad, los indígenas pagan arriendos acordes con los salarios que ganan en actividades como el servicio doméstico, el comercio informal, la construcción y vigilancia. 

Existen localidades como Fontibón, por ejemplo, donde ya es común ver por sus calles el típico traje azul de los Misak, uno de los pueblos más organizados en el cultivo y mercadeo de productos agrícolas en sus territorios. Los Misak escogieron Fontibón debido a la cercanía con los cultivos de flores de exportación en los municipios cercanos, donde su trabajo es apreciado.

Qué hacen los indígenas en Bogotá

En Bogotá, los indígenas tienen diversos oficios y profesiones. Algunos de ellos adaptaron su conocimiento ancestral, por ejemplo el cuidado de la naturaleza, al contexto urbano. Una gran mayoría de hombres se desempeña en obras, en vigilancia y en construcciones.

Otras personas han estudiado carreras como administración de empresas, pedagogía y derecho, que ejercen con un enfoque étnico, para el comercio de productos propios y la defensa de sus comunidades. La siguiente es una pequeña muestra de los trabajos que realizan en la ciudad.

Tres décadas de lucha

El 5 de febrero de 1991 fue un día histórico para el movimiento indígena colombiano. Dos de sus líderes se posesionaron como miembros de la Asamblea Nacional Constituyente que, a finales de ese mismo año, promulgó la nueva Carta Política del país. 

La nueva Constitución reconoció que Colombia es un país multiétnico y pluricultural. Además, familiarizó a los colombianos con el papel de los indígenas como actores sociales y políticos, una condición que se ratificó con los años, cuando se consolidaron en concejos municipales, asambleas departamentales y en el Congreso de la República. Algunos resultaron elegidos como alcaldes municipales e, incluso, uno de ellos ganó las elecciones para gobernador del departamento del Cauca, donde predomina la población afro, indígena y mestiza. 

De a poco, los indígenas fueron ganando espacios en algunas de las principales ciudades del país, incluida la capital. Una muestra de esa dinámica se dio en 1993 con la proclamación, por parte del pueblo Inga, del primer cabildo indígena de Bogotá. Aunque esta organización no estaba reconocida por la administración de la ciudad, les permitió a los Ingas, provenientes del Putumayo, mantener un sistema de autoridad similar al que funciona en su territorio y fortalecer sus prácticas medicinales a través del yagé y de otras plantas amazónicas. 

En esa misma década, comunidades de arraigo campesino de Bosa y Suba, dos localidades de los suburbios de Bogotá, reclamaron ante la administración de la ciudad su condición de descendientes de los indígenas Muiscas o Chibchas, quienes poblaban la región cundiboyacense a la llegada de los conquistadores españoles. La tropa de Gonzalo Jiménez de Quesada sometió por las armas a los indígenas, quienes fueron convertidos por la fuerza a la religión católica. Casi cinco siglos después, en el 2005, los descendientes de este pueblo lograron ser reconocidos mediante la creación de los cabildos de Bosa y Suba. 

Ese mismo año, los Ambiká Pijao, Inga y Kichwa también lograron el reconocimiento de sus cabildos por parte de la Alcaldía de Bogotá. Luis Eduardo Garzón, alcalde de la capital entre 2004 y 2007 y miembro del movimiento de izquierda Polo Democrático Alternativo, incluyó a los pueblos indígenas en sus políticas de gobierno y apoyó un plan para buscar reconocimiento y visibilidad de los grupos étnicos en la ciudad. 

En una foto de marzo del 2005 se ve al alcalde Garzón tomando la tradicional chicha de maíz, durante la posesión de los cabildos de Bogotá. Es su mano izquierda empuña un bastón, símbolo de la autoridad indígena, y a su lado aparecen algunos nativos con trajes ceremoniales. 

Este proceso de reconocimiento, por parte de la Alcaldía de Bogotá, se consolidó en el 2011 con un decreto que establece la Política pública para los indígenas que habitan en el Distrito Capital. Este documento plantea los caminos para que la Administración Distrital fomente la diversidad política y cultural, y además, mejore las condiciones de vida de las comunidades indígenas. 

Hoy, luego de varios años de diálogos, existen en Bogotá 14 cabildos con reconocimiento (Muisca Suba, Muisca Bosa, Kichwa, Inga, Pijao, Uitoto, Yanacona, Nasa, Pastos, Misak, Eperara, Tubú, Wuonnan y Camentsá). Además, otros pueblos avanzan en un proceso similar para lograr su reconocimiento. Entre estos se encuentran los Kankuamos, Kubeos, Corewajes y Emberas. 

Un espacio de resistencia en mitad de la urbe

La vivienda, que no tiene aviso en su entrada, pasa inadvertida para quienes transitan entre la zona histórica y el bullicioso sector comercial de San Victorino, en medio de tiendas de artículos para miembros de las fuerzas armadas y del Museo de la Policía. 

En esta casona de amplios patios y numerosos cuartos, dotada de cocina y una batería de baños, funciona la Casa de Pensamiento Indígena. Aquí se imparten talleres de tejido, danza e instrumentos musicales. También se realizan jornadas para enseñar sus idiomas ancestrales, su cosmovisión y sus tradiciones. En ocasiones, se organizan jornadas informativas con entidades de los gobiernos distrital y nacional, como el Icetex, para brindar información sobre el acceso a la educación universitaria para la población indígena.

Es aquí donde los 14 cabildos reconocidos por el Distrito tienen sus oficinas, se reúnen para definir acciones políticas, atienden las necesidades de sus comunidades y resuelven conflictos internos. Cada uno organiza también las asambleas, espacios máximos de decisión, y donde, cada año, se elige a su gobernador.

Paulina Majin, coordinadora de la Casa de Pensamiento Indígena y exgobernadora del Cabildo Yanacona, recuerda que antes del 2015 a los gobernadores les tocaba reunirse en el chorro de Quevedo, el parque de los Periodistas o en la Biblioteca Luis Ángel Arango. “De la biblioteca nos sacaban porque hablábamos muy duro”, dice hoy entre risas.

Luego de tocar muchas puertas, los gobernadores de los cabildos lograron que la Secretaría de Gobierno Distrital destinara recursos para arrendar un predio en la ciudad. A pesar de que el arriendo lo paga la Administración de la Ciudad, La casa de pensamiento indígena es un espacio autónomo en cumplimiento de sus derechos, como el de gobernarse bajo sus tradiciones. 

Así, el 24 de noviembre de 2015, se inauguró la casa con un ritual de armonización en el que estuvieron presentes los 14 gobernadores, las comunidades indígenas de la ciudad, funcionarios del Distrito y el entonces alcalde, Gustavo Petro. “Esta casa es un espacio para organizar las luchas de resistencia democrática en defensa de la naturaleza y de la vida en la ciudad”, dijo el mandatario durante la inauguración. En los dos últimos años, la Alcaldía de Enrique Peñalosa ha respetado las condiciones de funcionamiento y garantizó el alquiler de la casona hasta que termine su periodo. 

La Casa de Pensamiento –dice Paulina Majín– es una construcción de todos los pueblos indígenas de Bogotá, que les ha permitido conocerse más y entender de la resistencia de cada pueblo. “Es una matriz, que se recoge y se abre a todo lado: a las mujeres, los jóvenes, así como a lo político y organizativo, donde los indígenas encuentran también protección”.

Comidas ancestrales

Es el primer viernes de abril y las primeras en llegar a la feria gastronómica son Genoveva y su hija, dos mujeres del pueblo Uitoto, quienes cargan en sus manos recipientes y algunas ollas que ubican sobre una mesa dispuesta en el patio interno de la casa. 

Allí, una vez al mes, se organiza una feria gastronómica y de productos naturales para que los indígenas que viven en Bogotá compartan sus alimentos y otras tradiciones. Uitoto, Nasa, Pasto y Wounaan son los pueblos participantes en esta ocasión. 

Genoveva y su hija están despiertas desde las 3 de la mañana. A esa hora empezaron a preparar bagre frito, tacacho (plátano dulce) yuca, fariña (harina de la yuca brava) y jugo de copoazú, fruto amazónico. 

El ingrediente más llamativo que han traído es el mojojoy, un gusano de cuatro centímetros de largo, extraído de la palma de aguaje, que es servido con fariña. Se lo enviaron desde Araracuara, en la frontera entre Caquetá y Amazonas, territorio de origen de los Uitotos. 

Junto a la mesa, Crisanto, un médico ancestral Uitoto de 65 años, saca de una maleta unos collares hechos con dientes de zaino y chaquiras de colores. El hombre, de bigote canoso, aliento a mambe (polvo hecho a base de hoja de coca) y que vive en Bogotá hace 12 años, explica que en su tradición estos collares protegen de las enfermedades, la mala suerte y también sirven para que el dinero “no se le vaya de sus manos”. 

En otro puesto, la gobernadora del cabildo de Los Pastos, en Bogotá, María de Jesús Erira, quien es médico ancestral de su pueblo, ofrece la chicha de maíz con chapil, un destilado de caña de azúcar que dice “viene armonizado y listo como alimento espiritual”. El plato, preparado por ella, tiene costilla de cerdo, plátano cocinado con canela y panela, y papa criolla, que representa el amarillo del sol, símbolo de Los Pastos. La mesa está adornada con un tejido de colores vivos, en el que se ve un colibrí, una abeja y maíz. 

En la mesa de los Nasa, Darío, de 25 años, de Inzá, Cauca, tiene frijol cacha, arroz y carne de cerdo. También exhibe otros productos como pomada y aromática de coca, planta sagrada de los indígenas, “Coca Sek”, bebida energizante de coca, y café elaborado por mujeres de Corinto, norte del Cauca. A su lado, una mujer nasa, que teje una mochila, vende bolsitas con arracachas fritas, a mil pesos la unidad. 

Cerca de ellos, se exhiben las artesanías de los wounaan: cestas tejidas por mujeres a mano, anillos, brazaletes y aretes con variedad de diseños y colores de tintes naturales.

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