Guardia indígena: La fuerza del territorio en la ciudad
Unos 80 indígenas integran este organismo encargado de preservar el orden en las marchas y asambleas que se realizan en Bogotá
Abuela indígena tejiendo.
Luis Ángel.Consulta este contenido en los idiomas y lenguas
La labor de la mujer indígena es silenciosa y tan persistente como la gota de agua que perfora la roca. Ellas son las depositarias de la responsabilidad de preservar y fortalecer el camino por el que transitan los pueblos indígenas.
La mayor parte de las mujeres indígenas que viven en Bogotá se formaron en sus territorios. Aprendieron sus tradiciones al lado de sus padres y de los thewalas, mamos, jaibanas y otros guías espirituales.
Y también aprendieron desde niñas el sentido de lo colectivo, la fuerza de las asambleas y el poder de la palabra. Sus madres las llevaron a la espalda a las mingas, a las reuniones y a los cultivos y ahora ellas repiten ese proceso con sus hijos.
Algunas ostentan hoy títulos universitarios. Han llegado a altas instancias como el concejo de Bogotá, la Justicia Especial de Paz y oficinas públicas. Son coordinadoras de proyectos e, incluso, han sido elegidas gobernadoras de sus cabildos.
Las mujeres –reconocen sus compañeros– son más estrictas, más puntuales, más insistentes y más apegadas al saber propio.
Con el sonido de flautas y tambores de fondo, seis mujeres Nasa tejen mochilas de hilo en sillas de plástico que acomodaron en semicírculo en un patio amplio y bien iluminado. Es domingo y por todos los rincones de la Casa de Pensamiento Indígena, en el centro histórico de Bogotá, se escucha la algarabía de niños y adultos que participan en los cursos de danza, música, idioma nativo y tejidos tradicionales.
Una de las tejedoras es Yasmín Salas Achipiz. Viene de Tierradentro, el territorio sagrado de los Nasa en el departamento del Cauca. Allí aprendió a tejer guiada por su madre, Isaura Achipiz. Con ella adquirió el saber que cuando una mujer indígena teje, en realidad está dibujando el pensamiento de su comunidad y los símbolos de la vida, de sus montañas y de la naturaleza. En sus tejidos aparecen los ríos, la lluvia, el rayo, el maíz, pero también rombos, espirales y otros dibujos geométricos extraídos de su manera de mirar el mundo.
Durante los primeros once años que vivió en Bogotá, Yasmín Salas Achipiz se olvidó del tejido. Lo retomó hace pocos meses gracias a las actividades de la Casa de Pensamiento Indígena.
“Si voy en Transmilenio (el servicio masivo de transporte) voy tejiendo; si estoy en reuniones, tejo. Me olvido de los problemas. El tejido refleja si uno está triste, si está alegre o de mal genio. Si uno está bravo, la puntada queda tensa, apretada; y si está feliz queda suavecita”.
Entre los Nasa, el tejido está asociado con el desarrollo físico y mental de las niñas. En su trabajo de grado para optar al título de Etnoeducador, Abraham Quiguanás Cuetia recoge las normas para enseñar a tejer: “Cuando la niña (nasa) es recién nacida, una mayora que sea tejedora le corta las uñas para que la niña pequeñita tenga el don de tejer con habilidad cuando esté grande. Esta señora debe sentarse tejiendo al frente de la niña hasta alta horas de la noche, y echar las uñitas en la jigra que está tejiendo. También se les debe sobar las manitos con la mano derecha del armadillo, e igualmente se les hace jugar con la telaraña para que la niña tenga el don de tejer bien pulido”.
El tejido es, quizá, la actividad que está presente en todos los aspectos de la mujer indígena, sin importar a qué pueblo pertenece. Tejen desde niñas. Elaboran mantas, chumbes, capisayos, mochilas, cestas, collares, pulseras. Milena Jojoa, joven inga del Putumayo, cuenta que en su pueblo usan hilos de lana de oveja, pero también tejen con cabuya y con las tiras secas que procesan del tronco del plátano. Otros, como los wounaan, tejen con palma de werregue.
Una parte de estas tradiciones se diluyen cuando las indígenas llegan a la ciudad. Algunas, especialmente las más jóvenes, ocupan parte de su tiempo chateando o revisando redes sociales en sus teléfonos móviles. A otras las absorbe el trabajo, el estudio y las horas que pasan hacinadas en buses de transporte público.
Sin embargo, a medida que se fortalecen las organizaciones indígenas en la ciudad y se crean espacios para compartir, las mujeres han retomado el camino del tejido. “Volver a tejer es regresar al camino de nuestras tradiciones para proteger el pensamiento”, dice Neriberta Aquino, una indígena Nasa, a quien se la ve tejiendo mientras participa en reuniones de su comunidad o cuando viaja en bus hasta su casa, en una vereda de Soacha.
Esta líder Nasa no se adaptó a vivir en cuatro paredes. Consiguió un lote en las afueras de Bogotá para poder cocinar con leña, tener animales domésticos y trasmitirles a sus dos hijos las tradiciones de su pueblo.
Aquí estoy con mi hijo German Andrés, que es el menor. Tiene 6 años. Yo le hablo de las tradiciones de nuestro pueblo en la cocina, así como nuestros abuelos nos enseñaban en la tulpa (fogón); también le enseño palabras en nasa yuwe; la primera palabra que aprendió fue pay, que quiere decir gracias.
Este es mi otro niño, Franklin, de 8 años, el mayorcito. Él ya escribe palabras en nasa yuwe. Le enseño frases corticas, como Pa'dnxisas Nxïikh (tráigame una escoba) o el saludo de la mañana: Mawkwe Pe'te. A veces hablamos del día que lo llevé al resguardo donde yo nací, allá en el Cauca, a conocer a los abuelos.
Para mí fue tremendo cocinar en una estufa a gas cuando llegamos a Bogotá. Tampoco me acostumbré a vivir en cuatro paredes. Por eso me vine para Soacha; estoy cerquita de la ciudad y es como vivir en el campo. Aquí tengo un lote más amplio y tengo un espacio para cocinar con leña y compartir en familia.
En esta foto estoy hilando la lana de ovejo que consigo aquí en la vereda; mi mamá me enseñó a preparar la lana, a hilar y a tejer y no quiero olvidarme de eso, porque uno llega a la ciudad y solo piensa en ganar plata. Yo no quiero que eso me pase. Yo anhelo tener una hija y enseñarle a tejer para que no termine la tradición.
Mis hijos cuidan mucho a los animales y cuando no estoy le echan el maíz a las gallinas. Aquí tengo gaticos, mis perros y mis gallinas; aquí vivo feliz con mis animalitos y además mis niños también aprenden mucho, por lo menos Franklin me pregunta de cómo el gallo pisa a la gallina y ahí le explico que se están apareando.
Estos son los huevos de mis gallinas, los estaba alistando para compartirlos con los amigos que vinieron a visitarme, así me enseñaron mis abuelos y mis papás que cuando uno visita una casa no llega con las manos vacías y cuando vienen visitantes siempre hay que darles un cariño.
El chumbe sirve para cargar a los niños y envolverlos, para que el niño crezca bien derecho, que no cometa errores en el camino. También sirve para recoger el estómago cuando una mujer está con la matriz caída, es como una faja.
Este lugar es en la vereda Panamá, en la parte de arriba de Soacha. Aquí todavía hay mucha naturaleza, pero ya se está urbanizando. Y esa imagen es del ranchito de madera donde vivo con mi familia; ahí se ve el lazo para extender la ropa.
Esta foto es saliendo de la casa con mi esposo. Somos muy unidos. Él es muy amoroso; me trata muy bien, siempre está apoyándome en todo. Ahí íbamos saliendo de la vereda. Creo que yo tenía una reunión. Me puse las botas porque había llovido y el camino se llena de barro. A la vereda llegan carros, pero a veces preferimos bajar a pie y aprovechamos para conversar y hacer planes.
En Bogotá, donde vive desde 1994, la conocen como Belkis Florentina Izquierdo Torres. Ese nombre figura en su documento de identidad y en el rótulo de su oficina de magistrada de la Justicia Especial de Paz, JEP, en el piso 11 de un moderno edificio del norte de la ciudad.
Sin embargo, cuando nació, los mamos o guías espirituales del pueblo arhuaco, allá en la Sierra Nevada de Santa Marta, la bautizaron Aty Seikuinduwa. Ahora tiene 42 años, está casada con un Inga del Putumayo, y es madre de tres hijos. Es abogada de la Universidad Nacional y tiene una maestría en Administración Pública.
Belkis o Aty viste con el atuendo blanco de los arhuacos; lleva mochila de lana virgen y usa collares de chaquiras. Su nombre apareció por primera vez en las noticias en el 2014, cuando fue nombrada magistrada auxiliar del Consejo Superior de la Judicatura. En esa época se mostró extrañada de que a los periodistas les pareciera exótico el nombramiento de una abogada indígena en las altas cortes de la justicia colombiana.
“Mi sueño –dice– es que los sistemas de justicia étnicos y la jurisdicción, especialmente indígena, logren hacer un diálogo intercultural y jurisdiccional. Eso le haría muy bien al país”. También sueña con que las facultades de Derecho dicten cátedras de pluralismo jurídico y que, con el tiempo, Colombia sea una sociedad interculturizada. Su sueño se basa en que este es un país con población afro, rom (gitano) e indígena. Además, la Constitución Política define a la población colombiana como multiétnica y pluricultural.
Belkis llegó a Bogotá en 1994. Considera que su paso por la Universidad Nacional fue muy importante porque, además de graduarse de abogada, logró establecer un diálogo con jóvenes de otras regiones y culturas para reflexionar sobre “los retos y desafíos que tienen los jóvenes indígenas en las ciudades”.
“A nosotros –dice Belkis– no nos pueden seguir viendo como pobres o vulnerables, o como víctimas, porque nos dicen: ‘pobrecito usted, venga aquí y le doy esta oferta institucional, le doy estos mercados, le doy estos subsidios…’; cuando hablo del diálogo inter jurisdiccional es que existen autoridades en los territorios, existen normas y procedimientos, existen unos derechos colectivos, individuales, y hay que comenzar a dialogar con respeto. Esa es nuestra apuesta: dignificar nuestros propios valores y colocarlos en el centro de una sociedad más ética, más democrática, una sociedad que, en el práctica, elimine la discriminación, el racismo”.
La magistrada indígena se considera afortunada por haber llegado a Bogotá donde, a pesar de que existen rasgos de racismo, no son tan notorios como en algunas ciudades y municipios pequeños, dominados, generalmente, por una clase política ligada a prácticas agrarias donde la mano de obra la ponen los campesinos e indígenas. “Acá uno encuentra gente muy abierta, muy comprensiva”.
“Yo tengo niños que han nacido acá y son embajadores indígenas en Bogotá. Así nos vamos dignificando, porque creo que en la medida en que confiemos en nosotras mismas, reafirmemos nuestra identidad y hablemos desde nuestra propia alteridad, allí ya hemos logrado dar un paso muy importante”.
La férrea identidad indígena de Belkis se forjó en medio imponentes montañas, guiada por los sabios de su comunidad y por las tradiciones de sus ancestros. “Tenemos que reafirmarnos. Si nuestra identidad se pierde, se pierde nuestra esencia como pueblos indígenas, nuestros referentes en el territorio, nuestro referente en los sitios sagrados, seríamos cascarones en la ciudad, culturalmente habremos desaparecido”.
Para evitar que la ciudad afecte su identidad, Belkis mantiene algunas de sus tradiciones y visita dos veces al año la Sierra Nevada de Santa Marta. Allá se encuentra con los guías espirituales para cumplir con los rituales o pagamentos: “Un pagamento se hace para uno estar en armonía con la tierra, con el sol, con el aire, con los sitios sagrados, con todo, y para uno el pagar espiritualmente, sanarse, porque aquí uno piensa mucha cosa y entonces toca irse descargando, así como uno se desempolva. Ese es el ejercicio que nos ha enseñado nuestra cultura”.
Comparta en sus redes sociales
Comparta en sus redes sociales
Espiritualidad para combatir la sequía que afecta a familias indígenas productoras.
La cosecha de la miel de la abeja melipona, especie sin aguijón, es una actividad ancestral de los pueblos indígenas Totonakus y Nahuas en la Sierra Norte de Puebla, en México. La producción beneficia económicamente a las familias y les permite proteger el territorio, pero hay serias amenazas sobre la actividad.
Un sabedor tradicional, una partera y un cuidador protegen el uso de las plantas, uno de los legados del pueblo indígena Misak. En la casa Sierra Morena siembran más de 200 especies de flora que utilizan para sanar las enfermedades físicas y espirituales de sus comunidades en el municipio colombiano de Silvia, en el departamento del Cauca.
Comentar