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Desvío de ingreso hacia las plantaciones de palma de aceite de Agrícola El Encanto.
Juan Carlos Contreras Medina.La palma que invadió el territorio ancestral Sikuani en el Vichada
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Una comunidad indígena que sufre las consecuencias del desplazamiento denuncia que dos empresas de palma aceitera afectan ambientalmente el territorio que reclaman. Las agroindustrias que acumulan y explotan intensivamente miles de hectáreas de tierra en el oriente de Colombia han desplazado a comunidades indígenas enteras, empujándolas a vivir en la miseria y afectando su tradiciones.
*Este reportaje es una colaboración periodística entre Mongabay Latam y Rutas del Conflicto en Colombia. Y se republica en Agenda Propia en el marco de una alianza de medios.
Otro invierno más en medio del barro, el hacinamiento y el hambre. Ya han pasado 12 años desde que una comunidad de indígenas sikuani levantó unos cambuches —viviendas improvisadas— de lona verde y bolsas de basura, junto al casco urbano del municipio de La Primavera, en el departamento de Vichada. A pesar de la pobreza en la que sobreviven, los indígenas siguen luchando por volver a su territorio ancestral, un predio ubicado a unos 30 kilómetros del asentamiento en el que habitan y que hoy está convertido en un extenso cultivo de palma aceitera en manos de un excongresista colombiano y su familia.
En medio de las dificultades del desplazamiento que sufrieron, la comunidad ha recurrido a diferentes instancias del Estado para retornar y ha denunciado las afectaciones ambientales que ha causado el proyecto palmero. “Esperamos que nos digan que podemos volver pero, mientras tanto, allá están dañando la tierra, nuestros lugares sagrados”, dice un miembro de la comunidad, que se mantiene en el anonimato pues teme represalias en su contra.
Al igual que este poblador indígena, casi todas las fuentes relacionadas con esta historia pidieron proteger su identidad, debido a las condiciones de violencia que se viven en el territorio. Durante los últimos meses han aumentado las denuncias de grupos de hombres armados en la zona, como lo registró la alerta temprana emitida en marzo por la Defensoría del Pueblo, donde se señala la presencia de grupos armados herederos del paramilitarismo, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y los ‘Puntilleros Libertadores del Vichada’. Además, el asesinato de reclamantes de tierras en otras regiones de los llanos orientales ha infundido miedo en las comunidades.
El territorio que reclama la comunidad indígena ha sufrido afectaciones ambientales por parte de la empresa de palmera, propietaria de los predios en la actualidad: ha sido sancionada por montar una planta extractora sin los debidos permisos, así como por tener un mal manejo de residuos sólidos y vertimientos de aguas industriales sin el debido tratamiento. Como ha ocurrido en otros casos de la misma región, la empresa habría acumulado predios que el Estado entregó hace más de dos décadas a personas señaladas de tener vínculos con el narcotráfico, mientras los indígenas viven hacinados en medio del hambre en los cascos urbanos de la zona, perdiendo sus tradiciones ancestrales.
Los residuos del proyecto palmero
El nombre del asentamiento indígena en el casco urbano de La Primavera es ‘El Trompillo’ y el del territorio que reclaman es Altagracia, una extensa sabana de 13 000 hectáreas en medio de los caños Negro y Elvita, rodeados de bosques de galería y morichales, pequeños ecosistemas inundables muy comunes en esta región. Los propietarios de estos predios son familiares y allegados del exsenador Alfonso Mattos y son manejados por las empresas Agrícola El Encanto y Aceites del Vichada, que también pertenecen a Mattos, su esposa y sus hijos. El exsenador es hermano de Carlos Mattos, pedido en extradición a España por sobornar a una jueza de la República, y del ganadero Edward Mattos, acusado de asesinato y señalado de tener vínculos con el paramilitarismo en los departamentos de Cesar y Meta. (ver el reportaje Los Mattos: retrato de una familia para enmarcar).
Los indígenas han visitado el predio durante el último año y medio, y dicen ser testigos del mal manejo de residuos sólidos y líquidos por parte de la empresa palmera. “Tienen un basurero muy grande, en algunas partes se ve el agua muy sucia por los líquidos que le ponen a la palma y en otro lado está lleno de bolsas y plásticos”, cuenta un miembro de la comunidad. Un funcionario local señaló que pudo verificar las denuncias de los indígenas sobre el mal uso de los residuos sólidos y líquidos en el cultivo de palma. Sin embargo, pidió la reserva de su nombre debido a los peligros que enfrenta por su continuo trabajo en campo.
Mongabay Latam y Rutas del Conflicto realizaron un extenso viaje para documentar las condiciones de desplazamiento de la comunidad indígena y también estuvieron en un sector del predio que reclaman. Los periodistas registraron, como se aprecia en las fotografías, el abandono de bolsas, lonas y galones de plástico desocupados en medio del cultivo de palma.
La comunidad indígena señala que en el área de las imágenes existía un vivero para la fase inicial de las plantas de palma, que luego eran sembradas en otras zonas del predio. Gran parte de los cultivos se encuentran abandonados ya que las palmas no son altas y se encuentran llenas de maleza. En la actualidad, la producción no llega al 20 % de todo el predio que ocupa la empresa, según se puede ver en los mapas satelitales del predio.
Una ingeniera ambiental que ha trabajado para otras empresas palmeras de la región de la Altillanura —que comprende las sabanas de Meta y Vichada en los llanos orientales—, revisó las fotografías y le dijo a Rutas del Conflicto y Mongabay Latam que es evidente el mal manejo de residuos sólidos. “Existen normas que condicionan el manejo de estos residuos. Por lo que se ve, no están haciendo lo que dice el Decreto 1076 del 26 de mayo del 2015, que entrega directivas a tener en cuenta en los cultivos de palma”, dice.
Las quejas por el manejo ambiental del proyecto de palma vienen desde 2016. Incluso, Corporinoquia, la entidad ambiental encargada de velar por la integridad de estos ecosistemas, ya le impuso sanciones a varias empresas del negocio palmero. De acuerdo con la respuesta a un derecho de petición y de un comunicado de prensa, la sociedad Agrícola El Encanto y Aceites del Vichada S.A. fueron sancionadas preventivamente el 16 de mayo de 2016 y se les ordenó la suspensión inmediata de la planta extractora de aceite de palma “por no contar con los permisos ambientales correspondientes a emisiones atmosféricas”. Corporinoquia también encontró “vertimientos de aguas residuales industriales sin previo tratamiento”.
En la respuesta al derecho de petición, la entidad señaló que un año después, en agosto de 2017, volvió al predio para verificar el cumplimiento de las medidas preventivas, pero nuevamente encontró irregularidades, por lo que formuló cargos dentro de un proceso sancionatorio ambiental (ver respuesta al derecho de petición). La autoridad ambiental aseguró que no podía revelar los cargos ni entregar más información porque el proceso y la documentación eran privadas y no públicas.
Tanto Agrícola El Encanto como Aceites del Vichada S.A. son empresas de la familia del excongresista Alfonso Matos, en las que aparecen, según los registros de cámaras de comercio, su esposa Ana Cecilia Lacouture y sus hijos David Alfonso, Catherine y Stephanie Mattos Lacouture. El proyecto palmero sufrió una crisis económica en 2016, según dan cuenta los documentos de la Superintendencia de Sociedades —organismo técnico, adscrito al Ministerio de Comercio, Industria y Turismo que ejerce la inspección, vigilancia y control de las sociedades mercantiles—. Agrícola El Encanto tuvo una reestructuración debido a las enormes deudas que tenía a la fecha, entre ellas con la Caja Agraria, hoy Banco Agrario. (ver documento de la Superintendencia).
Los indígenas sikuani aseguran que la familia Mattos llenó de palma gran parte del predio pero, debido a la crisis empresarial, la dejaron abandonada y solo retomaron el proyecto en 2017 en una parte del terreno. Las plantas a las que se refieren los pobladores indígenas no tienen más de dos metros de altura y varias se encuentran en zonas inundadas por el fuerte invierno de este año, que en esta zona del país puede durar entre ocho y nueve meses.
Mongabay Latam y Rutas del Conflicto hablaron con un experto en los efectos ambientales de los cultivos de palma, que también prefirió mantener su nombre en reserva, y señaló que, a pesar de que estas plantaciones abandonadas podrían servir como bosque artificial para algunas especies en medio de la sabana, “el impacto sobre el ecosistema es diferente en cada caso y tendría que hacerse un estudio puntual para saber los efectos de estos cultivos en las circunstancias específicas de la zona”.
Para los sikuani, la palma de aceite es un cultivo ajeno al entorno en el que ellos siempre vivieron. En un proceso de solicitud de restitución de estos predios, interpuesto en 2020 por la comunidad indígena ante la Unidad de Restitución de Tierras —entidad creada por el Estado para atender los reclamos de las víctimas del conflicto armado que perdieron sus tierras—, un juez le ordenó a varias entidades (ver documento), entre ellas a Corporinoquia, que registraran cualquier daño ambiental que hubiera sufrido el predio y aplicaran medidas cautelares para prevenir su afectación mientras se cierra el proceso judicial.
Los indígenas sikuani insisten en que la preservación de estas tierras es esencial para garantizar su existencia física y cultural. “Esperamos que nos devuelvan nuestro territorio ancestral, con nuestros sitios sagrados, con los animales, los caños, los árboles, con todo. No podemos aceptar que dañen el lugar donde hemos vivido desde hace tanto tiempo”, dice un miembro de la comunidad.
El negocio con la tierra
A mediados de la década de los noventa, esta comunidad indígena tenía una vida seminómada, hacían recorridos en los territorios por los que habían caminado sus ancestros y que hoy están sembradas con palma. Para esa época el Frente 16 de la guerrilla de las FARC llegó a San Teodoro, un pequeño casco urbano, vecino de las tierras de Altagracia, y rápidamente lo convirtió en un centro clave para el narcotráfico de la zona.
San Teodoro se llenó de gente que buscaba fortuna sembrando o raspando coca. Incluso, se construyó un prostíbulo con tablas de madera y se abrieron otros locales para consumir alcohol.
Mientras todo esto ocurría, desde 1993, varias personas totalmente desconocidas para los pobladores indígenas hicieron que el entonces Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) les titulara gran parte de las tierras de Altagracia. Varios de los adjudicatarios no cumplían los requisitos exigidos, primero por la Ley 135 de 1961 y luego por la Ley 160 de 1994, en las que se señala que los baldíos de la nación deben ser entregados a comunidades étnicas o personas sin ninguna propiedad que hayan ocupado y trabajado la tierra por lo menos durante cinco años.
Altagracia terminó dividiéndose en 14 predios que hoy son explotados por Agrícola El Encanto y Aceites del Vichada, entre ellos están las fincas San Cayetano de 2250 hectáreas y Judea de 1292, que hoy pertenecen al círculo cercano del excongresista Alfonso Mattos. Según los certificados de tradición y libertad de los predios, el terreno San Cayetano fue adjudicado en 1993 a José Cayetano Melo Perilla, un empresario arrocero que en 2009 fue señalado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos como narcotraficante y enlace financiero de las FARC para lavado de activos (ver documento). Melo le vendió el predio por 400 millones de pesos (aproximadamente 105 000 dólares) a Katherine Mattos Lacoture, hija de Alfonso Mattos en 2007. (ver certificado de tradición y libertad)
De igual manera, en los documentos oficiales se registra que el predio Judea fue adjudicado en 1996 a Hugo Melo Perilla, hermano de Jose Cayetano Melo Perilla y también empresario arrocero. Sin embargo, la adjudicación solo fue registrada en la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos de Puerto Carreño en 2007, y un año después, el predio fue vendido a Carlos Eduardo Diazgrados, exempleado de los Mattos Barrero. Este es un detalle importante porque el registro de un predio ante esta oficina es una condición indispensable para demostrar la propiedad de las tierras.
Los otros 12 predios fueron adjudicados entre 1993 y 1996 a personas como los hermanos Luis Fernando y Jorge Mario González García, que nunca habían vivido en la región y que son desconocidos tanto por los pobladores indígenas como por los colonos de la zona. En la práctica, las 14 fincas forman un solo predio en poder de los Mattos y sus empresas.
Mientras que el Incora le entregaba los títulos a personas desconocidas, los pobladores indígenas sufrieron la violencia que cada vez aumentaba en la zona. A mediados de 1999 llegaron los paramilitares a quitarle el control del cultivo y procesamiento de coca a la guerrilla de las FARC (Ver reportaje Vichada: tierra de hombres para hombres sin tierra).
El 3 de mayo de ese año, un grupo de cerca de 200 paramilitares llegó a San Teodoro, pueblo vecino de Altagracia. Ese día asesinaron a cinco personas, entre las que se encontraba Eduardo Ríos, presidente de la Junta de Acción Comunal de San Teodoro.
Un miembro de la comunidad indígena cuenta que, para esos días, en medio del ataque paramilitar y la reacción de la guerrilla, se dispararon los rumores de que querían asesinar a los sikuani. “Decían que nos iban a matar, teníamos miedo en ese tiempo”, recuerda.
Los paramilitares se quedaron en la Altillanura y la guerrilla la fue abandonando durante los siguientes años. Luego, los paramilitares de la zona se desmovilizaron entre 2005 y 2006, dando paso a la llegada de grandes empresas agroindustriales a la región, política promovida por el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez.
Según los documentos de propiedad de los predios que los indígenas sikuani reclaman como territorio ancestral, la familia del excongresista Mattos Barrera y varios allegados, le compraron a los adjudicatarios entre 2008 y 2009. En los certificados de tradición y libertad se observa cómo varios predios que habían sido adjudicados en los noventa, no habían sido registrados en las oficinas de Instrumentos Públicos —condición necesaria para demostrar la propiedad de las tierras—. Solo en el 2007, cuando comenzaron a llegar los empresarios, se hicieron varios de estos registros (ver uno de los certificados)
La comunidad sikuani asegura que durante todo este tiempo habitaron Altagracia hasta que, en 2008, según dicen, aparecieron varios hombres que les dijeron que la tierra tenía dueño y que tenían que desalojarla. Recuerdan que un hombre se presentó como Rodrigo Hernández y, junto con cerca de 20 hombres armados, dijo representar a Alfonso Mattos.
Luego de esto, un grupo de la comunidad dejó el predio y se fue desplazado hasta Puerto Carreño, capital de Vichada. Según el testimonio de los dirigentes indígenas, a mediados de 2009, Hernández regresó nuevamente con hombres armados, y esta vez en compañía de Alfonso Mattos, para exigirles a los que quedaban que abandonaran el territorio. “No nos fuimos, pero en agosto [de 2009] llegaron unos desconocidos y quemaron unos ranchos. No soportamos más y nos vinimos para La Primavera”, dice uno de los pobladores indígenas. Desde entonces no han podido regresar a habitar la tierra que consideran suya.
Por estos hechos, el excongresista tiene una denuncia por desplazamiento forzado en la Fiscalía de La Primavera desde 2018. Los dirigentes indígenas, acompañados jurídicamente por la Corporación Claretiana Norman Pérez Bello, le solicitaron a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) la revocatoria de las adjudicaciones. También acudieron a la Unidad de Restitución de Tierras (URT) para pedir que los 14 predios que ocupan los empresarios les sean entregados formalmente a la comunidad, que se desplazó en su totalidad a La Primavera y Puerto Carreño.
Desde la firma del Convenio 169 de 1989, el gobierno colombiano asumió ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) la obligación de proteger y reconocer la propiedad colectiva de los territorios ancestrales de los pueblos indígenas. “De ahí en adelante se han aprobado varias leyes para titularles a estas comunidades los predios en los que han vivido y han desarrollado sus prácticas culturales históricamente”, según cuenta Brayan Triana, abogado del Observatorio de Tierras de la Universidad del Rosario.
En 2020, un juez de tierras aceptó la demanda de los indígenas, decretó varias medidas cautelares sobre el territorio de Altagracia (conformado por los 14 predios) y comenzó el proceso judicial (ver documento). Debido a la oposición por parte de quienes hoy aparecen como dueños de la tierra, el proceso pasará a un tribunal de tierras para determinar, finalmente, quién se queda con Altagracia. Por lo que ha pasado con otros procesos de este tipo en el país, se espera que la decisión tarde varios años. Mientras tanto, la comunidad indígena sigue sufriendo las penurias del desplazamiento.
Mongabay Latam y Rutas del Conflicto contactaron vía telefónica y por Whatsapp a Alfonso Mattos para pedirle su versión de la historia y consultarle por los protocolos ambientales de las empresas Agrícola El Encanto y Aceites del Vichada. También se enviaron mensajes a los correos electrónicos de las dos empresas registradas ante la cámara de comercio. En ninguno de los casos se obtuvo una respuesta.
Subsistir en el desplazamiento
Ya ha pasado más de una década desde que 124 indígenas de 32 familias llegaron al asentamiento El Trompillo, en el casco urbano del municipio de La Primavera. Allí se unieron a otras comunidades desplazadas, también sikuani y de otras etnias indígenas como cuiba y piapoco. En total, 636 personas viven en 23 hectáreas.
Todos ellos hacen parte de un enorme éxodo indígena que se aceleró con la llegada de los grandes proyectos agroindustriales y petroleros en la Altillanura colombiana. Como ocurre en La Primavera, en otros municipios de la región como Puerto Gaitán y Puerto Carreño, las comunidades indígenas han llegado a vivir prácticamente en la indigencia, creando cinturones de pobreza en los cascos urbanos.
Los sikuani de Altagracia sobreviven con el poco trabajo que los hombres consiguen en el municipio de La Primavera y gracias a las artesanías que tejen las mujeres. “A veces salen cosas para trabajar un día, pero no es permanente. También vendemos lo que hacen ellas, pero no es algo que nos deje para comer todos los días”, cuenta un miembro de la comunidad.
Los pobladores indígenas han resistido en medio del hacinamiento y el hambre. En los cambuches de lona y plástico, que no superan los 15 metros cuadrados, duermen hasta siete personas en medio de las duras condiciones del invierno. “Aquí si no tenemos plata no comemos. Allá en nuestro territorio podíamos cazar, había espacio para vivir mejor que lo que tenemos aquí”, cuenta uno de los sikuani.
Para un miembro de la Corporación Claretiana que ha apoyado a la comunidad y que ha realizado varios informes sobre su situación —pero que pide la reserva de su nombre por seguridad— la visión de desarrollo agroindustrial y petrolera que llegó a la región, patrocinada por el mismo Estado, excluye totalmente a los indígenas. Señala que estas comunidades han sido sujeto de violencia sistemática desde hace décadas para sacarlos de sus territorios, por ejemplo con las llamadas ‘guahibadas’ o cacerías de indígenas que se mantuvieron hasta la década de los setenta o, ahora, con las amenazas para que dejen sus territorios.
El desplazamiento también afecta su cultura y los expone a problemas sociales y de salud pública como la drogadicción. “Aquí hemos trabajado duro para seguir hablando nuestra lengua, tratamos que los niños y los jóvenes no se vayan para el centro del municipio, que no cojan vicios”, dice uno de los líderes que vive en El Trompillo.
Sin embargo, la situación es diferente en asentamientos de los municipios de Puerto Gaitán y Puerto Carreño, donde los jóvenes indígenas han ido perdiendo su identidad cultural con el contacto con los habitantes de los cascos urbanos y son frecuentes los casos de abuso de alcohol y drogas.
Mientras que la justicia decide qué hacer con las tierras de los sikuani, la comunidad de El Trompillo seguirá subsistiendo en medio de las duras condiciones del desplazamiento. La tierra en la que viven hoy tampoco les pertenece, ya que apenas está en proceso de convertirse en un resguardo y es muy pequeña para la cantidad de personas que la habitan.
Los indígenas insisten en que su objetivo principal es regresar a su territorio ancestral, volver a sus costumbres, a la caza y a la pesca. Dicen que no saben cuánto más puedan soportar en las condiciones en que viven. Temen que poco a poco vayan camino al exterminio.
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