Familia Emberá desplazada por la violencia sobrevive en Bogotá en una habitación de paga diario.

Luis Ángel.
Colombia

La resistencia de los Embera

May 23, 2018 Compartir

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El pueblo Embera resiste en Bogotá en medio del hambre y del hacinamiento. Son unos mil indígenas que llegaron a la capital del país huyendo del conflicto armado y de la guerra por el oro que se desató, desde comienzos de los años 90, en los departamentos de Chocó, sobre el río Andágueda, y en Risaralda, en el curso alto del San Juan.

Viven en lamentables condiciones, en albergues e inquilinatos. Unos 730 Emberas duermen amontonados en edificaciones viejas y con graves problemas de salubridad. Las casas están ubicadas en sectores deprimidos, algunos de estos con altos índices de delincuencia, en áreas céntricas de Bogotá.

La muerte de un niño Embera Katío de 3 años de edad, en uno de los inquilinatos, el pasado 7 de mayo, alertó sobre la crítica situación que vive este pueblo indígena.

En la ciudad, que los trata con dureza y frío, se aferran a su colorida artesanía. Subsisten de vender collares y pulseras de chaquiras en calles, parques y estaciones de Transmilenio.

Los líderes reclaman y persiguen el retorno a sus tierras. Pero este se ve lejano pese a los acuerdos de paz que firmó el Gobierno de Colombia con la guerrilla de las Farc en noviembre de 2016.

Quieren salir pronto de la Bogotá que los tiene sufriendo en silencio, donde mendigan para comer, y que amenaza con arrebatarles las costumbres que trajeron desde los ríos y montañas a los que pertenecen.

La despedida del niño Embera

En el Cementerio Central de Bogotá, el pasado 9 de mayo, un grupo de indígenas Embera Katío vivió uno de los momentos más difíciles de su obligada estancia en la ciudad. Ese día sepultaron a uno de sus niños. El menor murió en condiciones de insalubridad en un albergue del barrio La Favorita.

Al cementerio llegaron unos 30 Emberas, entre ellos los padres del menor, dos jóvenes indígenas que no pudieron contener las lágrimas durante el entierro. Era una mañana gris y fría.

Los líderes agarraron el pequeño ataúd de color blanco y en silencio lo llevaron diez metros al fondo del cementerio, hasta la bóveda dispuesta para el cuerpo del menor.

Una corta oración en lengua Embera fue la despedida para el niño. El rezo estuvo a cargo de uno de sus líderes, quien, además, alentó a la comunidad a seguir resistiendo, mientras algunas mujeres lloraban junto a la bóveda.

Arnobio Queragama Chalarca, líder Embera Katío, quien se mostró muy conmovido, dijo que la muerte del niño es el reflejo de la situación que padecen en Bogotá. “No tenemos comida, vivimos en muy malas condiciones”.

Sobre la muerte del menor, María Adelaida Palacios, subsecretaria de Gobierno de la Alcaldía, dio a conocer que el niño y su familia “fluctuaban entre Bogotá y el territorio”, y que el niño padecía hipotiroidismo, parálisis cerebral y síndrome convulsivo, lo que habría causado el deceso. Las autoridades también investigan una posible causa de desnutrición.

Johanna Cabiativa, delegada de etnias de la Secretaría Distrital de Salud de Bogotá, dice que con el pueblo Embera tienen reactivado un plan especial de atención y que han contratado gestores comunitarios para garantizar la prestación de los servicios médicos. También reconoce que “las condiciones de alimentación y vivienda no son adecuadas para los niños y mujeres”, y sostiene que “todo el tiempo están en constante riesgo”.

La funcionaria expresa que “somos un pañito de agua con el ojo encima en nuestros niños y mujeres gestantes para que no tengamos un fin último que es la mortalidad, pero los riesgos todo el tiempo están por las demás condiciones y ya no dependen del sector salud”. 

Albergues en malas condiciones

Los ojos de Orlando Queragama Baniama, líder indígena Embera Katío, se encharcan y su voz se entrecorta cuando se refiere a la situación que padece su etnia en la capital del país.

“Necesitamos ayuda pronto”, es el llamado de urgencia que hace Orlando ante la situación humanitaria que viven los mil indígenas Embera Katío y Chamí que llegaron a Bogotá desplazados por la violencia.

Orlando se encuentra en el albergue donde conviven 280 personas, entre ellas 130 niños y 80 mujeres.

El albergue donde falleció el menor está ubicado en pleno corazón de la ciudad. Es un sector marginal. En el día y la noche se observan habitantes de calle y consumidores de sustancias alucinógenas. En los alrededores funcionan negocios de maderas, de repuestos para vehículos y ropa.

El edificio donde funciona el albergue, de cuatro pisos, está en malas condiciones. Las paredes se ven sucias, con tachones y con pintura desteñida. Huele a humedad y a basura. Tiene 34 cuartos en donde duermen las 280 personas.

Orlando, para exponer más a fondo la situación, llama a los otros líderes y a todos los miembros de la comunidad. “Vengan, necesitamos conversar”, dice a hombres y mujeres.

En menos de 15 minutos, en lo que pareciera es la sala, un espacio oscuro de unos 7 x 10 metros, donde también cocinan y algunos duermen, se reúnen por lo menos unas 30 personas.

En la conversa comunal, como las que tradicionalmente hacen los Embera en el territorio, discuten de la situación que viven en Bogotá, especialmente de la carencia de comida y del hacinamiento.

Olivia Charicha Dosabia, una indígena menuda, se une a la voz de Orlando. Dice que comen lo que pueden una vez al día porque no tienen dinero. Explica que las mujeres salen a la calle a vender artesanías y a mendigar, “son las que traen al albergue el poco sustento”.

La reunión comunal termina y todos vuelven a sus cuartos. Sus rostros se ven cansados y la mayoría presenta extrema delgadez.

Orlando muestra una de las piezas donde comen y duermen unas 15 personas. Es un espacio reducido y sucio. “Aquí dormimos todos amontonados”, señala. También comenta que duermen en el suelo, no tienen colchones, ni cobijas y que aguantan frío.

En la medida en que se recorre el lugar el panorama es más triste. Unos 30 bebés y niños de brazos están tirados en el piso. Algunas mamás los cargan en sus piernas mientras tejen collares y pulseras con chaquiras.

Salvo por algunas coladas de plátano y agua, las mujeres lo único que tienen para alimentar a los bebés es la leche de sus pechos, asegura Olivia quien también cuenta que varios niños se han enfermado.

Ninguno de los cuartos tiene asientos, camas o enseres. Se observan costales grandes donde los indígenas han guardado la ropa y los juguetes que les regalan. Tienen casi todo empacado, pues en su memoria resuena que en cualquier momento regresarán a sus resguardos en Chocó y Risaralda, retorno que les ha prometido el gobierno a través de la Unidad de Víctimas, pero que hasta ahora no se ha logrado.

Orlando comenta que el arriendo del albergue lo paga la Alcaldía de Bogotá hasta este mes de mayo. Están a la espera que se renueve el acuerdo por unos meses más, pues de no lograrse tendrían que volver a los pagadiarios.

Eddy Bermúdez, subdirector de Asuntos Étnicos de la Alcaldía, dice que han servido como garantes en el arrendamiento para ayudar a esta población.  “Activamos la ruta de prevención y protección a víctimas que tenemos en derechos humanos, y por ello estamos apoyando en vía de arriendo, como medida transitoria”.

La vida en los pagadiarios

Algunos indígenas Emberas se rebuscan en San Bernardo y en otros sectores del centro de la ciudad para pagar el arriendo. Habitan en los llamados pagadiarios, que son antiguas casonas, amplias pero en mal estado y sin condiciones de higiene, donde comparten habitaciones unas 15 personas. 

De acuerdo con cifras de la Alcaldía, unos 730 nativos que corresponde a 169 familias, pagan entre 15 y 20 mil pesos diarios para pasar la noche en estos lugares; es decir, deben reunir 450 mil pesos al mes. Ese dinero lo consiguen mendigando en la calle o vendiendo artesanías.

En Bogotá, los Emberas viven en 23 pagadiarios, los cuales quedan ubicados en los barrios Favorita, Santafe, Voto Nacional, San Bernardo, Cruces y Santa Barbara.

Artesanos para subsistir

Nelsi Antibia se encuentra en uno de los túneles de la Estación Ricaurte de Transmilenio, en el centro occidente de la ciudad. La joven indígena Embera Katío, de Risaralda, acompañada de su bebé de seis meses, llega todos los días a las 8:00 de la mañana. Se ubica en una de las entradas del túnel, extiende un pedazo de caucho en el piso y acomoda las artesanías coloridas que elabora con chaquiras. 

La joven, quien apenas cumplió los 18 años de edad, habla poco español. Comenta que espera vender collares, manillas y aretes. Esa es la única forma que conoce de ganarse la vida. 

Hoy llegó a trabajar sin probar desayuno, y así labora casi todos los días. Asegura que por lo general nadie desayuna en el albergue del barrio La Favorita. Con el poco dinero que consigue por la venta de artesanías compra alimentos y pañales para la bebé. A veces se hace 15 mil pesos, otros días tan sólo cinco mil. “Muchos días me devuelvo sin nada, la gente no colabora”. 

Para Nelsi, la vida en Bogotá es difícil. Desde que llegó, hace ocho años, se ha dedicado a trabajar en la calle. 

La joven cuenta que allí, en el túnel, al menos se cubre del frío y de la lluvia y puede cuidar a su hija. 

Nelsi aprovecha cada minuto para tejer. En un tarro lleva miles de chaquiras de colores, de diferentes tamaños. Primero selecciona los colores y luego, con una aguja, las acomoda en un hilo, mientras va creando figuras geométricas en los collares y pulseras. 

Los Emberas hacen diseños alucinantes en collares anchos que cubren los pechos de las mujeres. Es un accesorio que llevan en la vida cotidiana y que aprenden a tejer de sus madres y abuelas. 

Pese a que la estación de Transmilenio está repleta de transeúntes que pasan y pasan, muy pocos notan la presencia de la mujer indígena que ensarta chaquiras, recostada en la acera mientras vigila de reojo a su pequeña hija. 

Los recuerdos que Nelsi tiene de su territorio están relacionados con el conflicto armado. Asegura que se vinieron de Risaralda por la guerra. “Eso era feo, muchas muertes, muchos desplazados. Yo me vine pequeñita”. Ella guarda la esperanza de un pronto regreso. 

Así como Nelsi, por lo menos unas 20 mujeres de la misma etnia se ubican todos los días en ese sector a la espera de conseguir el dinero para llevar a su comunidad y aliviar un poco la situación que padecen. 

Sobre la mendicidad que también ejercen las mujeres Embera, Eddy Bermúdez, subdirector de Asuntos Étnicos de la Alcaldía de Bogotá se refiere a que es una realidad en la ciudad y que se ha convertido en la “alternativa más efectiva para la generación de ingresos”. 

El funcionario agrega que tienen identificados unos 86 casos y considera hay un tema de explotación, “porque son las mujeres y los niños los que están allí, y los hombres no están. Tenemos conocimiento que cuando llegan a la casa los hombres les piden producido, entonces queremos trabajar en eso”. 

Los líderes Embera dicen que son las mujeres las que salen a la calle a trabajar porque la gente les colabora más, y que lo hacen debido a que no tienen los recursos suficientes para subsistir. A los hombres les avergüenza ver a sus compañeras en esa situación. Ellos aseguran que también van a los centros de abastos a buscar alimentos y otros laboran como obreros. Los líderes, de igual manera, argumentan que el idioma es una barrera para encontrar un trabajo estable. 

“Hemos estado buscando trabajo, nos organizamos también para laborar en la calle como coteros, pero nos pagan algunas horas, nada es fijo”, dice Jesús Sintúa Arias, líder Embera Katío.

A la espera de un retorno

 Los Embera Katío y Chamí han perdido las cuentas de los días que llevan esperando el regreso al territorio. Varios de ellos completan casi una década en la ciudad, sin que hasta la fecha tengan una respuesta clara para retornar a los lugares de donde brotaron. Algunos, entre los años 2012 a 2016, vivieron una primera experiencia fallida de retorno; otros continúan a la expectativa de volver.

El líder Jesús Sintúa Arias, de la etnia Embera Katío, quien representa a 127 familias, unas 400 personas, que viven en una de las casas que funcionan con el sistema de pagadiario, en el sector de San Bernardo, relata que en el 2012 más de 100 familias regresaron tanto a Risaralda como a Chocó de donde son oriundas; sin embargo las condiciones en el territorio no fueron las mejores para vivir.

Sintúa cuenta que la Unidad de Víctimas les había prometido, como garantías de seguridad, casas dignas, proyectos productivos y condiciones de no repetición de los hechos. Pero, según los indígenas, estos acuerdos se incumplieron.

“Llegamos allá y nos dieron unas casas que no eran las mejores, tampoco logramos recuperar cultivos y ganado que nos iban a dar como medidas de reparación”, dice Jesús al exponer el acuerdo fallido con el Estado. 

Por esas razones, las familias volvieron a Bogotá, y todavía siguen en el diálogo con la Unidad de Víctimas para retornar a sus resguardos. 

Para un nuevo proceso de retorno, que se espera se dé en agosto próximo, los indígenas están solicitando viviendas amplias de ladrillo y cemento, un puesto de salud dotado con enfermeros y médicos tradicionales contratados por el Estado, la construcción de una escuela nueva con docentes de la misma etnia para que puedan garantizar la educación propia y el fortalecimiento de la lengua, y proyectos productivos de ganadería y cultivos con los que puedan sostener a sus familias.  

Maximiliano Dominica Cheche, un anciano de 77 años, médico tradicional del pueblo Embera Katío del Alto Andágueda, en Chocó, dice que las peticiones que hacen los indígenas son justas porque la violencia les arrebató todo: la tierra, las costumbres y los lazos comunitarios que representan a los Embera.

El abuelo recuerda que la vida en su resguardo en el departamento de Chocó era tranquila hasta el año 1987. Para esa fecha, cuenta Maximiliano, eran ricos, había buen oro, los ríos tenían agua cristalina, pescaban sin temor y cultivaban maíz y cacao. “No necesitábamos molestar al gobierno, ni pedíamos en la calle, teníamos todo para vivir bien, las mujeres tejían tranquilamente”, dice con un dejo de resignación. 

A principios de los 90 empezaron a llegar grupos armados, como las guerrillas de las Farc y el ELN, y organizaciones de paramilitares que se adueñaron de sus tierras.

Maximiliano comenta que tras la presencia de esos grupos, el gobierno envió más Ejército y se desataron confrontaciones armadas.

“Eso peleaban con los muchachos (guerrilla) y habían bombardeos, nos destruyeron todito. Se acabó el maíz, se perdieron unas 80 cabezas de ganado, dejamos de trabajar. Nos tocó salir”, narra.

El abuelo asegura que por más de 10 años aguantaron graves hechos de violencia como reclutamientos de menores, amenazas, asesinatos de sus líderes y violencia sexual contra sus mujeres, lo que llevó a que decenas de familias se desplazaran a ciudades como Risaralda, Medellín y Bogotá. La situación en los territorios que componen la gran nación Embera -en Chocó, Risaralda y Valle del Cauca- habitada por los pueblos Katío, Chamí, Dóbida, Siapidaara y Eyabida, se volvió insostenible, y la forma de vida de los indígenas cambió. En las urbes las únicas opciones para sobrevivir han sido vender artesanías y mendigar en las calles.

Maximiliano también relata que entre 1997 y 2012 se presentó el mayor número de desplazamientos de sus comunidades a las grandes ciudades, y que al principio muchas familias no declararon por miedo y desconocimiento, luego se organizaron y los líderes empezaron a gestionar ayudas y denunciar los atropellos y crímenes que vivieron tanto hombres como mujeres.

“Llegamos a Bogotá, luego de ir y venir de varios lugares, ha sido difícil, no estamos bien. Es muy triste todo lo que nos ha pasado”, comenta.

Esta situación fue declarada en 2009 como una emergencia humanitaria por la Corte Constitucional a través del auto 004 en el que menciona el riesgo de exterminio de los pueblos indígenas por desplazamiento y muerte violenta de sus integrantes por razones del conflicto armado. 

Sobre un nuevo proceso de retorno, la Unidad de Víctimas en Bogotá informó a través de su página web que está realizando, junto con la Alcaldía, una caracterización del pueblo Embera con el fin de tener claro el número de personas que retornarán. En una primera jornada, realizada en mayo de 2018, participaron 120 familias.

Jorge Sánchez, director territorial central de la Unidad para las Víctimas, afirmó que “es muy importante para la Unidad y para el Distrito garantizar las condiciones necesarias para que estas poblaciones puedan seguir con su calidad de vida”. 

Jesús Sintúa, asegura que los Embera quieren regresar a sus tierras. Saben que la ciudad no es para ellos y que viven en condiciones inhumanas. 

Pero mientras se logra el retorno, seguirán exigiendo ser oídos ante las distintas entidades de Estado. A sus líderes, unos diez, se los ve en los pagadiarios y albergues organizando las fotocopias de derechos de petición que han enviado a la Defensoría del Pueblo, ministerios y a la Unidad de Víctimas, sin que reciban respuestas que lleven a solucionar su situación en Bogotá. 

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