Guardianas del camino, tejedoras del pensamiento
En la ciudad, la labor de la mujer indígena es silenciosa y tan persistente como la gota de agua que perfora la roca.
Desde la capital los jóvenes indígenas se acompañan de sus saberes y culturas.
Luis Ángel.Consulta este contenido en los idiomas y lenguas
Vivir en una metrópoli de nueve millones de habitantes no es fácil para los jóvenes indígenas. Atrás, en selvas y montañas, quedan sus raíces. El presente es una Bogotá inhóspita que amenaza con devorarlos y deshacer sus herencias ancestrales.
A veces se los ve apretujados en los buses de Transmilenio, con sus mochilas y sus atuendos tradicionales. O en las calles del centro de Bogotá, moviéndose al ritmo de otros miles de peatones; o en las aulas universitarias, junto a cientos de jóvenes citadinos.
Aunque se quejan del tráfico y del frío y, a pesar de que el asfalto que pisan está muy lejos de los territorios donde nacieron, los indígenas jóvenes que llegan a Bogotá viven y aprenden nuevas costumbres como si fueran bogotanos.
Llegar a la ciudad siendo adolescente e indígena no es fácil. Significa pasar de lo colectivo a lo individual, dejar en pausa las enseñanzas ancestrales impartidas por los ancianos de la comunidad. También implica internarse en una ciudad caótica, con problemas, oportunidades y peligros que tendrán que descubrir por sí mismos. Llegan prevenidos: “Te vas para el infierno”, les han advertido a algunos cuando empacan maletas allá en la selva.
En la ciudad se reconocen y se buscan, aunque nunca hayan oído hablar de sus territorios y de sus dioses. El Arhuaco de la Sierra Nevada con el Coreguaje amazónico o el Embera del Pacífico. Se reúnen, intercambian ideas y conversan sobre sus culturas y su identidad. De alguna forma vuelven compartir en colectivo, se protegen, se brindan consejos, se organizan, alimentan sus tradiciones y se alistan para visitar el territorio y llenarse de energías para, de nuevo, enfrentarse a esta selva de cemento.
“Cada día que asistí a la universidad me sentí discriminada. Recuerdo que habían compañeros de clase que se burlaban de mí porque era indígena, porque tenía una formación rural y apellidos distintos”.
La frase de Sandra Chindoy, quien estudia una licenciatura en Ciencias Sociales en una universidad pública, resume el ambiente de discriminación en el que viven los estudiantes indígenas en la ciudad que se forman en universidades y colegios.
Los jóvenes se enfrentan a esa discriminación y a otro problema que expone el psicólogo e investigador Andrés Crispín: el hecho de que los indígenas lleguen tan jóvenes a un contexto que desconocen hace que, además de los retos propios de la edad, haya “pérdida de soporte social y de relaciones con sus padres y mayores que permitan consolidar su identidad”.
“La discriminación y el prejuicio harán más difícil que estos jóvenes se puedan responder la pregunta: ¿quién soy yo?”, afirma Crispín.
Luis Ángel Jingrama, de 20 años, miembro de la etnia Embera Dobida, asentada en Chocó, dice que esa discriminación se extrapola a la educación y al trabajo. Para él no fue fácil obtener un empleo, pero ahora que lo tiene ha logrado avanzar en su carrera de desarrollo de software, que estudia en un instituto de carreras técnicas.
Jingrama ha sabido de otros jóvenes, que al no tener mayores oportunidades de empleo, cayeron en el consumo de consumo de estupefacientes.
“Me han ofrecido drogas, pero sé que eso no es bueno. En mi territorio está prohibido por las leyes de la comunidad, pero acá sí se ve”, cuenta.
Como él, otros jóvenes indígenas venidos de otras partes del país han encontrado en la ciudad la posibilidad de adquirir conocimientos ajenos a su territorio. La mayoría de ellos lo hace gracias a becas y a programas que favorecen el ingreso pueblos minoritarios a la educación superior.
Para otros jóvenes, como Alonso Izquierdo, miembro del pueblo Arhuaco, se esfuerzan por cumplir con las exigencias de sus carreras universitarias, a la vez que tratan de mantener su cultura viva.
“Aquí tú estás solo, realmente solo. No hay nadie que te ayude, otros indígenas te dicen: ‘¿Por qué no vas a molestar a tu cabildo? ¿Por qué no hablas con los gobernadores para que te den una ayuda?’. Cuando uno tiene el hogar lejos, tiene que buscarse la vida”, relata Alonso.
Los jóvenes indígenas se han organizado para poder mantener sus tradiciones y costumbres. Esa resistencia está plasmada en las historias que publicamos a continuación, en las que se retratan los métodos que estos jóvenes emplean para superar los retos que les impone una ciudad como Bogotá y para mantener su identidad indígena en medio del asfalto.
—Hay que escribir, escribir para no olvidar lo importante.
Eduardo ‘Arú’ Jordán Benítez sostiene su cuaderno en el que reúne sus pensamientos en español y en lengua tikuna, las ideas que lo remontan a su territorio y con las cuáles evoca lo que ha vivido en la selva, es decir, la kupira.
Sin embargo, Eduardo está a cientos de kilómetros de la kupira, que es el hogar de su familia, en el municipio de Puerto Nariño, departamento de Amazonas. En el 2014, llegó a Bogotá para estudiar periodismo gracias a una beca de la Universidad Externado.
Sus noches y las horas muertas entre clases las dedica a estudiar, leer textos indígenas y a escribir poesía. Siempre lleva consigo a un mojojoy, un gusano amazónico que su comunidad emplea para hacer medicinas y que él deposita entre las hojas del cuaderno. Cuando el insecto alcanza el borde de la hoja y está a punto de caerse, Edward lo devuelve con un tirón al principio de la hoja y el ciclo se repite. Así se mantiene escribiendo por largos ratos mientras mastica mambe (hojas de coca pulverizadas).
Ambos conviven en un cuarto pequeño junto a Alonso Izquierdo, un joven arhuaco, que estudia economía en el Externado. Ambos se dedican a componer música en las noches o a prepararse para los exámenes finales.
En el cuaderno de Eduardo sobresalen textos escritos en tikuna con unos trazos finos y que parecen líneas de sílabas sin sentido. La palabra Arú, que significa semilla, aparece en algunas hojas. Eduardo cuenta que esa palabra sobrevivió en su apellido como una evidencia de que la llegada de evangelizadores extranjeros a su comunidad modificó incluso la forma en cómo se bautiza a los niños.
“Los apellidos nos los quitaron, yo conservo el Arú, pero no tengo un nombre cien por ciento Tikuna. Por eso veo la importancia de la escritura, porque hay mucho de nuestra cultura que se pierde a diario. La selva está siendo cortada, cada vez se reduce y también el conocimiento. Es como poner las manos bajo una regadera y tratar de atrapar todo el saber posible”, relata Eduardo.
Eduardo lee el texto, mientras afuera por un hueco de la ventana se cuela el sonido de la ciudad. Entonces habla de la necesidad de escribir no solo para contar lo que sucede en el territorio, sino para abstraerse de las calles repletas de vehículos y de los habitantes de calle que vio cuando recién llegó.
“Me pareció una ciudad muy triste cuando llegué, no pensé que fuera tan difícil vivir en ella. En medio de todo este caos, escribir es una protección”, agrega Eduardo.
Por eso, sus poemas recuerdan escenas que mantienen vivas las imágenes que aún se pueden ver en el territorio.
Ñwmata cha dea Kuma pa míKuma pa duwmgwKupira
Por la madre tierra somos abrigados
En ella camino descalzo
Me baño en sus ríos desnudo
Cazo en sus selvas
“No se trata de dejar todo como estaba en el pasado porque ya no somos los mismos, sino en defender lo nuestro así esto signifique transformarlo…”.
Termina la frase y luego bebe un trago de gaseosa. Se mira en el espejo que está en la cafetería. Se trata de John Yopasá, pero él reemplaza su primer nombre por Hekzén, es decir, rojo en lengua Muysccubun, el idioma de los Muiscas, quienes poblaron todo el altiplano cundiboyacense.
El rojo simboliza para los muiscas el camino que se debe atravesar para reunirse con los ancestros. Ese vehículo con lo ancestral es una obsesión para Hekzén, quien trata de rescatar las tradiciones de su comunidad muisca a través de la música.
Hekzén es de estatuara mediana. Tiene el pelo largo y usa jeans. Podría parecer un metalero de veintitantos, pero tiene casi 40 años, los cuales ha invertido en la profesionalización del sonido de su banda llamada Muiska Fuchunsua, que significa Templo del zorro muiska.
Cuando muestra a qué suena su banda, saca su celular y reproduce una de sus canciones que desde el pequeño aparato se asemeja al encendido de un motor. Hekzén dice con humildad que es apenas la grabación del que será el primer disco de la banda.
Días después, en una sala de ensayo ubicada sobre la avenida Suba, ese sonido adquiere forma de batería, guitarras y bajo, que se silencian con el soplido de instrumentos de viento, que ellos mismos moldearon en arcilla tomando como ejemplo una exposición de arte indígena del Museo del Oro, en Bogotá.
“No somos una banda de metal, nunca lo hemos sido. Cuando comenzamos tomamos la música andina y los ritmos que los abuelos conservaban en su memoria e hicimos un sonido de vientos y tambores. Luego, nos dimos cuenta que cantarle a temas del pasado no tenía sentido cuando nuestra realidad rebasa la crueldad de la conquista española”.Entonces Hekzén habla de la Conquista en el siglo XVI que prohibió la lengua Muysccubun y de los relatos de los abuelos que le decían que tener el cabello largo era signo de homosexualidad.
Al desarraigo cultural lo continuó la urbanización y creación de la localidad de Suba, ocurrida entre las décadas de 1960 y 1980, a través de la compra de los predios a los más ancianos de la comunidad. Luego desaparecieron los sitios sagrados o fueron transformados, como la laguna de Tibabuyes, la cual fue atravesada por la avenida Ciudad de Cali, y hoy es conocida como el humedal Juan Amarillo.
A todo eso, Hekzén le suma la discriminación que vivió por querer retomar la cultura de sus ancestros, el estrés de no encontrar empleo como profesor, a pesar de que estudió artes en la Universidad Distrital. Con el tiempo, entendió que como él había jóvenes que pensaban igual y por eso quiso expresar su realidad con otros sonidos.
“El sonido andino que hacíamos se quedaba corto para todo lo que sucedía en Bogotá. Por eso, buscamos en el metal la velocidad y la contundencia para construir otra música teniendo como base rítmica la música de los abuelos”.
Hekzén acudió a los álbumes de metal que más escuchaba: al estruendo y las voces rasgadas de disco ‘Symphonies of Sickness’ (1989), de la banda inglesa Carcass, y a la brutalidad de los primeros álbumes de los estadounidenses Cannibal Corpse. También se inspiró en las composiciones de los grupos clásicos del Heavy Metal, como Black Sabbath y Dio, a los que les añadió los matices de la Carranga y de la música andina.
Por eso, cuando se escucha a Muiska Fuchunsua se percibe cómo disonancia del metal es interrumpida por los sonidos de pájaros y la lluvia, que simulan con sus instrumentos de viento. Pero también irrumpe la voz gutural que Hekzén utiliza para hablar de temas como la ciudad, la comunidad, el desarraigo y la felicidad.
También acuden a pinturas corporales y faciales para diferenciarse con otras bandas de metal. Por eso, es común verlos en fotos de conciertos con trazos rojos en sus rostros y con los vestidos que usaban los antiguos Muiscas.
Con el primer acorde comienza a retumbar la sala de ensayos y Hekzén repite frases que aprendió de memoria para su banda.
Y en Suba los cerros muiscas
albergan su protector.
Cerros y lagunas vemos
para cuidar con amor.
El niño tunjo en la cima
ve a los muiscas y su canción,
los ve trabajando duro
por el bien de su tradición.
A pesar de las clases, los exámenes y el tráfico de la ciudad, estos jóvenes llegan a tiempo a la cita. Son 80 jóvenes Uitoto, Bora, Nasa, Tikuna, Kankuamo, Arhuacos, Misak y Wayúu, entre otros.
Se han reunido por la necesidad de encontrar una forma de recuperar sus tradiciones. Más allá de venir de culturas tan distintas, se han puesto de acuerdo para brindarles apoyo a los jóvenes indígenas que llegan a la ciudad.
“En las universidades ya se veía una necesidad de organizar un Cabildo (gobierno tradicional) para Bogotá. El que hemos constituido se alinea con otros cabildos universitarios en el país y les brinda un apoyo crucial a los jóvenes”, relata Claudia Paola Mejía, de 26 años, Uitoto, y cabeza del Cabildo Indígena Joven de Bogotá.
Los 80 jóvenes del Cabildo trabajan para lograr mayor acceso ante las instituciones, que los reconozca y puedan lograr soluciones para los problemas de los jóvenes que vienen a estudiar en la ciudad.
Entre las actividades que han hecho como Cabildo se encuentra la de ser escuchados en la reunión mundial de Jóvenes Young World, realizada en el 2017 en Bogotá, y lograr que los jóvenes que se presentan a la Universidad Nacional no tengan que pagar el formulario de inscripción.
En sus reuniones, estos jóvenes indígenas hablan de fortalecer las costumbres de los pueblos a los que pertenecen. Algunos de ellos recurren a la poesía en idioma nativo, el canto y los bailes típicos.
Yolvana Pushaina, quien representa al pueblo Wayúu en el Cabildo universitario, explica que conocer a jóvenes de otras culturas le ha permitido entender mejor la ciudad y comprender que no solo ella tiene problemas para socializar con los occidentales o blancos, como llaman a los bogotanos.
“No todos te tratan bien, algunos te discriminan por ser indígena. Por eso creo, que debemos organizarnos para integrar más jóvenes indígenas y trabajar en conjunto para que ninguno de esos jóvenes olvide de dónde viene”, cuenta.
Para Sandra Chindoy, estudiante de Ciencias Sociales en la Universidad Distrital y miembro de la comunidad kamëntsá, originaria del Putumayo, el Cabildo se ha convertido en la oportunidad de que los jóvenes se mantengan unidos en la ciudad.
“Hay momentos en los que ni siquiera nuestras propias autoridades nos apoyan. Estamos débiles espiritualmente y olvidar de dónde venimos complica todo. Estar en el Cabildo joven me ha permitido aceptarme como joven, madre e indígena”, dice.
En un momento en el que las redes sociales como Facebook y WhatsApp son cuestionadas por el manejo de los datos personales y alojar noticias falsas, para los jóvenes indígenas en Bogotá se han convertido en espacios de reunión virtuales.
Un ejemplo de ello son los grupos de WhatsApp en los que se comunican en su lengua tradicional. Dayanna Domico, miembro del pueblo Embera katio de Córdoba, usan estas redes para dar a conocer los eventos que realiza su comunidad en Bogotá.
“Muchas personas responden mis estados preguntando qué significa porque no entienden nuestra lengua. Todo lo que publico es en mi lengua tradicional y en español. Son mensajes positivos y eso ha atraído a algunas personas con las que seguimos hablando luego de la publicación”, afirma Domico.
En estos grupos difunde mensajes sobre las actividades que realizará su comunidad e incluso hay parodias de sí mismos, como videos de la gata protagonista de la aplicación My Talking Angela, hablando lengua embera.
“Las redes son herramientas que nos permiten fortalecer nuestra lengua para que otros jóvenes vean qué hacemos y se interesen en descubrir su identidad”, añade.
No solo emplean WhatsApp, los embera también cuentan con un grupo de Facebook que reúne a 826 miembros de su comunidad y que se llama Nación Embera. Allí escriben jóvenes Embera Katío y Embera Chamí.
Sin embargo, no todos los jóvenes indígenas son tan optimistas con el uso de las redes sociales. Para Jefferson Chirimosquei, miembro del pueblo Misak y llegado a Bogotá desde hace tres años, lo negativo de las redes es la adicción que genera.
“Siento que todos comienzan atrasarse con sus tareas por estar viendo quién les dio like en Facebook, creo que es muy adictivo. Sin embargo, no puedo negar que para el Cabildo Misak en Bogotá, las redes sociales permiten organizar eventos para reunir a todos en el mundo real”, afirma.
Por su parte, para Marbel Vanega, miembro de la comunidad Wayúu, Facebook ha sido una vitrina para visibilizar Asiwa, la organización con la que pretende reunir a otros jóvenes wayúu y rescatar sus tradiciones culturales.
“Tuvo una enorme acogida, que no nos esperábamos. Descubrimos que hay personas interesadas en nuestra organización y eso que no hemos empezado con el proceso de formación y de encuentros para fortalecer nuestra identidad como indígenas Wayúu”, asegura.
En este sentido, además de comunicarse con sus familiares y mantener su lengua natal, las redes sociales les han permitido a los jóvenes indígenas reunirse en un espacio virtual en el que no son víctimas de discriminación.
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Espiritualidad para combatir la sequía que afecta a familias indígenas productoras.
La cosecha de la miel de la abeja melipona, especie sin aguijón, es una actividad ancestral de los pueblos indígenas Totonakus y Nahuas en la Sierra Norte de Puebla, en México. La producción beneficia económicamente a las familias y les permite proteger el territorio, pero hay serias amenazas sobre la actividad.
Un sabedor tradicional, una partera y un cuidador protegen el uso de las plantas, uno de los legados del pueblo indígena Misak. En la casa Sierra Morena siembran más de 200 especies de flora que utilizan para sanar las enfermedades físicas y espirituales de sus comunidades en el municipio colombiano de Silvia, en el departamento del Cauca.
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