Guardianas del camino, tejedoras del pensamiento
En la ciudad, la labor de la mujer indígena es silenciosa y tan persistente como la gota de agua que perfora la roca.
Comunidades indígenas en el la Plaza Mayor de Bogotá.
Luis Ángel.Consulta este contenido en los idiomas y lenguas
Resignados a permanecer en Bogotá, los indígenas que fueron desplazados de sus territorios por el conflicto armado tratan de fortalecer sus prácticas tradicionales para no desaparecer.
Ni siquiera la dejación de armas por parte de la guerrilla de las Farc cambió las condiciones para el retorno, pues otros grupos coparon los espacios y mantienen el reclutamiento y los combates.
Mientras esperan mejores tiempos, los indígenas se aferran a sus costumbres. Elaboran mochilas, chinchorros, collares, practican rituales y consolidan sus organizaciones como mecanismos de resistencia colectiva frente al individualismo y hostilidad de la metrópoli.
La firma del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc, en noviembre de 2016, encendió una luz de esperanza entre los indígenas víctimas del conflicto que viven en las ciudades y que quieren regresar a sus territorios.
Pero el retorno no será fácil. En departamentos como Caquetá, Chocó, Putumayo y Cauca, regiones con alta presencia indígenas, continúan las confrontaciones armadas y los reclutamientos forzados por parte de grupos disidentes y de otras organizaciones guerrilleras.
Esa situación se refleja en Bogotá. Cientos de desplazados siguen llegando a la urbe después de atravesar medio país.
Uno de los indígenas que buscó refugió es Felipe López Suárez, de la etnia Utitoto. Llegó hace pocas semanas y aún luce desorientado en su nuevo entorno.
Relata que abandonó el resguardo de Araracuara, en el Caquetá, porque iba a ser reclutado por una disidencia de las Farc.
"Los guerrilleros llegaron al caserío en una balsa y me dijeron que tenía que irme a presentar y yo les dije: no quiero, entonces me dieron 12 horas para abandonar el territorio, cuenta con timidez".
Felipe sostiene en sus manos un pequeño tarro con mambe (hoja de coca en polvo) que consumen en los rituales su comunidad. El mambe y un par de mudas de ropa fueron lo único que logró sacar.
El joven de 22 años, bajo en estatura y de contextura delgada, recuerda que viajó durante 15 días en lancha hasta Florencia; luego agarró un bus que lo llevó a Neiva y de ahí se transportó en una tractomula a Bogotá. Fueron 18 días de recorrido.
Para él, Bogotá es el destino más seguro. Lo mismo tal vez pensaron más de 300 indígenas que salieron del Caquetá por razones del conflicto, según la Unidad de Víctimas.
En Colombia, en el periodo de 2002 a 2017 el conflicto armado dejó 172.542 indígenas afectados por desplazamiento, atentados, amenazas y desaparición forzada, entre otros, según cifras de la Unidad para las Víctimas. Durante esos 15 años 12.200 indígenas de 31 departamentos se vieron obligados a dejar su territorio y refugiarse en Bogotá. Las regiones con mayor número de desplazados son Tolima (4.453), Cauca (1.412), Risaralda (1.164), Chocó (996) y Putumayo (466).
Al llegar a Bogotá, Felipe buscó ayuda en el cabildo Uitoto que existe en la ciudad. Confía en que pronto conseguirá trabajo y mientras tanto espera tener un apoyo económico para pagar arriendo y alimentación.
Las medidas de reparación y las condiciones para retornar a los territorios indígenas no son claras a menos de tres años de concluir la aplicabilidad de la Ley de víctimas.
Gerardo Jumí Tapias, secretario Técnico Delegado de la Mesa Permanente de Concertación con los Pueblos y Organizaciones Indígenas de Colombia, asegura que en el país se han presentado pocos actos de reparación individual.
“Es tan sólo el 0.1%, no llega a un porcentaje satisfactorio, entonces estamos hablando de un fracaso de la ley, de una inaplicación (...) de un mar de incumplimientos total” dice.
Lo mismo ocurre con el auto 004 de la Corte Constitucional. Desde 2009 ese tribunal le exigió al Estado tomar medidas urgentes de atención para los pueblos víctimas del conflicto y también trabajar en planes de salvaguarda.
“Hasta ahora todo se ha quedado en papel. No se superaron las situaciones de emergencias, todavía los pueblos afrontan el mismo riesgo de desaparecer y siguen necesitando ayudas para trabajar en sus planes de vida”, comenta Gabriel Muyuy, reconocido líder de la etnia Inga.
La Unidad de Víctimas, que consultamos para este informe, no respondió a las inquietudes sobre el proceso de retorno de las comunidades indígenas.
En medio del agite bogotano, líderes indígenas desplazados por el conflicto armado han vuelto a tomar la palabra. Sus luchas para retornar a los resguardos se hacen más palpables. Desde la ciudad mantienen entre sus prioridades el reclamo histórico por la tierra.
Una de esas voces que se hace escuchar en plazas, asambleas y en reuniones estatales en Bogotá es la de María Violeth Medina Quiscué. La mujer a sus 34 años de edad, representa a los más de 12 mil 200 indígenas que llegaron a la capital del país tras el éxodo violento que padecieron.
María Violeth, es oriunda de la región Tierradentro, Cauca, y pertenece a la etnia Nasa. Lleva puesto un sombrero artesanal con una cinta multicolor tejida a mano y carga una mochila, atuendos que usan los Nasa por tradición, uno de los pueblos que ha resistido pacíficamente el accionar de los grupos armados legales e ilegales.
Ella llegó a la capital del país en 2014, luego de vivir dos desplazamientos por ataques de la guerrilla de las FARC. El primero, en 2005 y el otro en 2014.
La fuerza que traía arraigada de su territorio, la que se aprende en las mingas (labores comunitarias) y en las conversas alrededor de la tulpa o del fogón, la llevó a transformar el miedo para tejer confianzas con otros indígenas que también sufrieron la barbarie.
María Violeth asegura que su liderazgo renació cuando logró conseguir que la asamblea del cabildo Nasa le diera el aval para representar a las familias que llegaron a Bogotá por razones del conflicto armado.
Luego, en 2015, fue elegida por 17 líderes para que tomaron la vocería en la mesa autónoma de participación de víctimas indígenas ante la Alcaldía de Bogotá. En la que están los Nasa, Yanaconas, Misaks, Cancuamos, Wounaan, Emberas y Uitotos, entre otros pueblos, todos afectados por desplazamiento, amenazas, abuso sexual y reclutamiento.
“Una tarea nada fácil”, dice María Violeth. Y enumera las razones: “Primero, porque no había un proceso sólo de indígenas. Segundo, en la ciudad seguimos siendo minorías, a veces invisibles, y tercero, para que seamos escuchados nos ha tocado exigir de muchas formas, hacer marchas y explicar cómo son nuestras formas de vida”, dice con firmeza en la voz.
María Violeth celebra que han logrado apoyos para vivienda, salud y educación. Pero cuestiona que el retorno a sus lugares de origen no se ha realizado ni la reparación de las tierras.
“Los misak (etnia del Cauca) han declarado que quieren volver, pero no han avanzado porque necesitan tierra en Cauca o fuera de Bogotá para reubicarse, y el Estado ha dicho que no tiene plata”, comenta María Violeth. También se refiere a los embera, nativos de Risaralda y Chocó. Dice que la comunidad que retornó se devolvió por incumplimientos del gobierno.
“Por eso nos seguimos movilizando para que sean respetados nuestros derechos”, recalca.
La manifestación más reciente realizada en Bogotá fue el 9 de abril, día nacional de la memoria y solidaridad con las víctimas. En esa fecha, trescientos indígenas se congregaron en el Planetario, en pleno centro internacional por la concurrida carrera séptima, para rendir homenaje a los que murieron en la guerra y a los sobrevivientes. Los nativos llegaron a la marcha de distintas localidades, Usme, Ciudad Bolívar, Fontibón y Suba, sectores donde se ubicaron desde inicio de la década del dos mil, época en la que los ataques recrudecieron en el interior del país.
María Violeth asegura que mientras se acerca el momento de retornar, seguirá caminando la capital por la dignidad de sus pueblos.
Un puñado de líderes de la etnia Wounaan, originaria de la región del San Juan, entre Chocó y Valle del Cauca, se aferraron a su espíritu comunitario y a sus saberes de tejedores para subsistir en Bogotá.
Los Wounaan, 127 familias, un poco más de 500 personas, se ubican en Ciudad Bolívar, unas lomas tupidas de viviendas del sur de Bogotá. Es un sector levantado a pulso por campesinos, afrocolombianos e indígenas, muchos de ellos víctimas.
Allí habitan en estrechas casas de cemento y ladrillo a la vista; algunas de dos y tres pisos en las que comparten espacios con otras cuatro o cinco familias, todas numerosas.
Los Wounaan salieron obligados del Pacífico. Los desplazaron las Farc, los paramilitares, el Eln y bandas criminales, grupos que se disputan el territorio por el oro, las maderas y las rutas del narcotráfico.
Los líderes, entre ellos Sercelino Piraza, el primer Wounaan en llegar a Bogotá en 2003, visionaron que una de las formas de preservar la cultura en la ciudad era agruparse en una organización. Como resultado de esa política, en el 2016 crearon el cabildo (estructura organizativa) Wounaan Nonan.
La principal labor del cabildo es preservar la lengua el woun meu, que se ha debilitado. Los Noanamá, como también se les conoce, son unos nueve mil.
“Estamos haciendo una petición para lograr que nuestro cabildo sea reconocido ante el Ministerio del Interior”, dice José Leru Dura Ismare, secretario de la organización. Para hacer notar dicha labor lee en voz alta un escrito que redactó en un computador portátil, junto a otros dos indígenas.
En la casa de Sercelino a diario se ven hombres y mujeres que se reúnen con los funcionarios enviados por el Estado para hacer el seguimiento a los procesos comunales.
En Bogotá, Wounaan también tratan de sanar las heridas que les dejó la guerra. Y lo hacen a través de los tejidos del werregue, una palma que traen del Chocó.
“Nuestro tejido ancestral no se puede perder, es lo único que nos queda”, dice Leopoldina Chiripua Dura, una mujer de pelo largo lacio y negro. Ella trenza el werregue en una azotea mientras corre una brisa helada.
Las figuras que plasman en jarrones, cestos, pulseras y collares son árboles, montañas, animales, trapiches y cultivos. Son el reflejo de los recuerdos de su lugar de origen.
“En todas las casas tejemos. En el territorio, nuestras abuelas y madres nos enseñaron; aquí en Bogotá también compartimos esta sabiduría a nuestros hijos”, agrega Leopoldina.
Para los Wounaan, el jooin (tejido en lengua woun meu) es una forma de subsistencia en Bogotá. También trabajan como guardias de seguridad, obreros de construcción y empleadas domésticas.
Cada 15 días, los Wounaan hacen una asamblea para conversar de sus necesidades y de las actividades que emprende el cabildo. Quieren empleo, vivienda y atención diferenciada en salud y educación.
Todos los sábados, los adultos tienen la tarea de enseñarles su idioma nativo a los niños y jóvenes. También les muestran vídeos de los cultivos y caseríos en la región ancestral, para que no olviden sus raíces.
“Hoy, por ejemplo, los niños que han nacido en Bogotá (unos 30) no conocen de donde sale el pescado, como caminan los animales, tampoco saben cómo se dialoga con la naturaleza desde nuestro conocimiento ancestral”, dice el etnoeducador, Bernardino Dura Ismare, quien no se resigna a olvidar su cultura.
Ese desprendimiento del territorio es tal vez el daño más grande que les ha dejado el conflicto armado. Patrick Morales Thomas, coordinador del enfoque diferencial étnico del Centro Nacional de Memoria Histórica menciona que la tierra es la fuente para la transmisión de saberes. “No se aprende memoria solamente con el abuelo sabedor, se aprende caminando el territorio”.
Los indígenas Wounaan, hijos del agua y del monte, un pueblo ágil para pescar, cazar y cultivar la tierra, ven lejano el retorno. Saben que por días soplan vientos de paz, pero también tienen claro que los dueños de la guerra se siguen apoderando de sus tierras y ríos.
Por ahora, su labor comunitaria y el arte de tejer los llena de esperanza en una ciudad donde se sienten a salvo.
Los Coreguajes, una de las 56 etnias amazónicas, abrazan en Bogotá los objetos que los llevan a sus orígenes. Los que trajeron y conservan en la ciudad, luego de abandonar sus tierras en Milán y Solano, Caquetá, por el terror de la violencia.
En Bogotá, viven 31 familias son un poco más de 130 personas. Se ubican en las localidades de Usme, Ciudad Bolívar, San Cristóbal y Barrios Unidos.
En sus mochilas cargan semillas y granos silvestres de la selva. También llevan coronas de plumas. Y siempre tienen a la mano un tarro de plástico con mambe, un polvo hecho de hoja de coca para consumir en los rituales de la palabra.
Álvaro Piranga Cruz, líder Coreguaje en Bogotá y consejero de comunicaciones de la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC, dice que los objetos simbolizan la sabiduría de sus ancestros, los conectan con el Mai Cheja, (territorio en lengua Coreguaje) y les permiten recordar a sus muertos.
Explica que con las semillas, algunas en forma de coquitos, hacen collares y sonajeros para evocar a los espíritus, cantan y bailan. También los usan en las ceremonias del mambe.
En Bogotá llevan sus objetos para revivir el pasado.
Uno de los sucesos que recuerdan es la masacre de siete líderes de la comunidad de San Luis, en Milán, el 25 de julio de 1997. La tragedia generó una etapa de silencio, desequilibrio en la comunidad y causó los primeros desplazamientos hacia Puerto Leguízamo, Putumayo; Florencia, Caquetá, y Bogotá.
Álvaro narra que cuando ocurrió la masacre, perpetrada por las Farc, la gente decía vamos a “sembrar nuestros muertos”, es decir, enterrarlos, y los despedían con los sonidos de las semillas.
“Sembramos a los muertos para que a futuro renueven otras vidas, nuevos pensamientos. Esos momentos fueron fuertes, nunca se olvidan, ni estando lejos como en Bogotá", recuerda Álvaro. Su voz se entrecorta.
De acuerdo con la ONIC, 65 líderes indígenas Coreguaje fueron asesinados entre 1997 y 2000.
Álvaro salió para sobrevivir, él fue uno de los coreguajes desplazados por la violencia. En 2005 abandonó su resguardo porque las Farc lo iban a asesinar. Desde entonces usa los elementos que representan la cultura; además de los collares, siempre carga dos coronas con plumas de guacamaya, en señal de autoridad, y viste la cusma (traje tradicional) en eventos especiales.
“Eso hace parte de la vida de uno mismo, porque a veces la gente pensará: bueno uno llega a la ciudad y pierde totalmente el pensamiento, pero en el caso mío ha sido diferente, yo siempre cargo con las cosas de mi pueblo”, comenta Álvaro.
Lo mismo asegura Humberto Figueroa Claros, gobernador del cabildo Coreguaje, creado en 2015 en Bogotá. Él salió amenazado en 2005 del resguardo Peña Roja del municipio de Solano. Desde que llegó a Bogotá su liderazgo lo ha llevado a trabajar por los indígenas y preservar su cultura.
Comparte que hasta su estrecha casa, ubicada en una loma en el sector de Usme, extremo sur de Bogotá, cada mes llega un bulto de mambe que le envían los Coreguajes desde la selva. Humberto Figueroa Claros lo utiliza en las ceremonias o rituales.
“El mambe hace parte de nuestras costumbres y es lo que nos ata a nuestros orígenes”, dice Humberto, quien tiene la tarea de repartir el mambe a los miembros de su comunidad. El resto lo vende a otras etnias que también mambean.
Los Coreguajes, a quienes también se les conoce como koreguajes, korebajü o coreguaxe, trabajan en Bogotá en construcción, venta de artesanías y oficios varios. Algunos, como Humberto, tienen contratos con la Alcaldía o en proyectos con entidades del Estado.
Sobre el proceso de reparación colectiva como víctimas del conflicto, Humberto afirma que las familias no han recibido ayudas. Tampoco han disfrutado de los proyectos productivos que les prometió el gobierno hace varios meses y que son necesarios para su sostenimiento.
Tampoco saben si retornarán. Al igual que los Wounaan, Nasa, Misak, entre otros, repiten que la violencia sigue tan presente que si regresan serían exterminados. Los Coreguajes son una de las etnias que la Corte Constitucional declaró en vía de extinción.
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Espiritualidad para combatir la sequía que afecta a familias indígenas productoras.
La cosecha de la miel de la abeja melipona, especie sin aguijón, es una actividad ancestral de los pueblos indígenas Totonakus y Nahuas en la Sierra Norte de Puebla, en México. La producción beneficia económicamente a las familias y les permite proteger el territorio, pero hay serias amenazas sobre la actividad.
Un sabedor tradicional, una partera y un cuidador protegen el uso de las plantas, uno de los legados del pueblo indígena Misak. En la casa Sierra Morena siembran más de 200 especies de flora que utilizan para sanar las enfermedades físicas y espirituales de sus comunidades en el municipio colombiano de Silvia, en el departamento del Cauca.
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