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Semillas naturales de comunidades campesinas en Colombia.
Vanessa Rebolledo.La semilla original: una historia de resistencia
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La recuperación de las semillas nativas se ha convertido en una labor de resistencia de indígenas y campesinos en Cauca, Caquetá y Boyacá. Buscan conservar productos tradicionales y propios de la base alimentaria de muchas comunidades rurales en Colombia.
“El cocido boyacense va a desaparecer pronto”, cuenta resignada Lyda Esperanza Moreno, la dueña del restaurante Estime Sumercé de Ventaquemada, ubicado en la carretera entre Tunja y Bogotá. La profesora Lyda, como se le conoce, sabe muy bien lo que dice, pues en los cinco años que lleva con su negocio se ha dedicado a rescatar el sabor tradicional boyacense, una tarea que le ha resultado compleja porque, como ella explica, el cultivo de los ingredientes originales de los platos de su tierra: cubios, chuguas, nabos, hibias y papa nativa, “poco a poco, se ha vuelto más escaso”.
En Solano, Caquetá, Eva Yela, lideresa indígena, trabaja en lo que llama: “Volver al territorio lo que ya se perdió”. Yela es una de las más activas custodias de semillas que hay en la región, una zona que comprende los núcleos veredales de Mononguete, Herichá y Las Mercedes, en donde unas 100 familias están involucradas en el cultivo, la recuperación de las semillas nativas, y la protección de la riqueza de la tierra. Gracias al trueque, han logrado rescatar especies de ajíes, pimientas y productos autóctonos como la suzuca. En estas jornadas de intercambio y mercados campesinos como el impulsado por el programa Paisajes Conectados de la ONG Fondo Acción, se comparten también saberes tradicionales para lograr prácticas de cultivo orgánicas y responsables.
“Nosotros queremos mejorar nuestra soberanía alimentaria, volver a recuperar lo que es nuestro para consumirlo en nuestros hogares y poder subsistir de lo que cultivamos en casa”, dice Eva.
La lucha por la autonomía alimentaria en el país la vienen dando principalmente comunidades indígenas, afrocolombianas y campesinas, quienes por medio de diversas iniciativas como los trueques, mercados comunitarios, turismo agroecológico o la preparación de alimentos con sabores originales, buscan recuperar y defender la semilla nativa así como la forma tradicional y orgánica de cultivarla, pues esta batalla es, sobre todo, por la defensa de la cultura de los pueblos. Sin embargo, son pocas las personas que la están enfrentando y cada vez más escasas las herramientas para dar la lucha, porque, como cuenta la profesora Lyda, “muchos productos han dejado de cultivarse porque al campo llega una semilla más productiva, más comercial, entonces lo que la gente hace es agarrar lo que da el comercio y ni cultivan para el autoconsumo”.
Precisamente, es esa puja entre el cultivo de las semillas certificadas y las nativas lo que está llevando a la extinción a varios de los alimentos que hasta hace un par de décadas eran de consumo cotidiano entre los colombianos.
Rodrigo Dagua, alguacil Mayor del Cabildo de Caldono, Cauca, afirma que la llegada de semillas modificadas a su pueblo ha sentenciado la desaparición de varios productos originales de la región. “Acá ya hemos perdido semillas y cultivos como el repollo, el frijol arbolito, el frijol cacha, las habas... por la llegada de las semillas transgénicas. Pero, también el suelo ha empezado a deteriorarse y para recuperar cultivos como se requiere, el suelo se ha perdido, lo que es de acá ya no nace”, asegura.
El limbo de la semilla
En Colombia solo es posible producir, comercializar, almacenar y distribuir semillas que sean certificadas por el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA). La semilla certificada es aquella que proviene de una semilla madre y que ha sido alterada genéticamente para que el cultivo obtenga mejores rendimientos –más cosechas en la misma área sembrada-, así como una mayor resistencia a enfermedades, plagas, control de malezas y una mayor adaptación a los cambios del clima. n Colombia solo es posible producir, comercializar, almacenar y distribuir semillas que sean certificadas por el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA). La semilla certificada es aquella que proviene de una semilla madre y que ha sido alterada genéticamente para que el cultivo obtenga mejores rendimientos –más cosechas en la misma área sembrada-, así como una mayor resistencia a enfermedades, plagas, control de malezas y una mayor adaptación a los cambios del clima.
Tales cualidades fitosanitarias y los beneficios en cuanto a cantidad de área cultivada de las semillas certificadas han hecho que en el país se priorice la siembra de cultivos transgénicos. De acuerdo con cifras del ICA, para 2018 en Colombia se sembró un total de 88.129 hectáreas con cultivos transgénicos siendo maíz (12.103 ha.) y algodón (12.103 ha.) los que lideran en áreas sembradas y también en producción de semillas certificadas.
Para acceder al sello de certificación por parte del ICA, según tiene consignada la entidad en su página web, se requiere cumplir “con los requisitos mínimos de calidad establecidos”. El proceso de certificación, así como todo lo referente a su reglamentación, está albergada en la Resolución 3168 de 2015 que señala, entre otras, que el productor debe antes de la siembra inscribir el campo donde “realizará la multiplicación de la semilla”; también, debe informar al ICA datos geográficos de las áreas de cultivo, el estimado de producción, cultivares, el origen de la semilla a sembrar, la fecha de siembra, el nombre del responsable del cultivo. Cuando ya esté aprobada la siembra, se tiene que llevar un libro de campo en el que se registran las novedades del cultivo y las prácticas agrícolas; por ejemplo, qué productos agroquímicos va a utilizar, que dosis, cambios en el clima y la incidencia de plagas. Después, el ICA corrobora toda esta información y declara la certificación de la semilla.
Estos protocolos -que son traídos de prácticas internacionales-, como explica Gloria Eraso, abogada de incidencia de la Consejería de Territorio y Biodiversidad de la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia), son prácticamente inaplicables para aquellas comunidades que han guardado, intercambiado y sembrado sus semillas de una forma tradicional.
“Acá no cambiamos ni adoptamos tales protocolos, entonces, simplemente, la industria de las semillas en Colombia se rige por esas certificaciones técnicas, que te exigen ser una empresa con una capacidad técnica importante, con laboratorios y tierras donde puedas hacer las pruebas de las semillas para poder acceder a la autorización y comercializarlas”, agrega Gloria.
Por su parte, para la actividad de las comunidades que intercambian sus semillas en ferias y mercados, como las indígenas, afro y campesinas, no está regulada y la legislación es poco clara.
“Hubo una transición entre el 2005 y el 2010 en el que una resolución del ICA estaba poniendo en una situación casi que de ilegalidad las semillas nativas y criollas. Ya esa resolución fue derogada”, comenta Eraso. Pero, lo que sí está claro y explica la abogada es que “si tienes un establecimiento abierto al público comercializando semillas y tienes semillas nativas y criollas puedes tener un problema porque estas no cuentan con la autorización expresa de comercialización”.
Tal falta de información entorno a la legalidad o no de las semillas nativas incluso generó una serie de protestas campesinas en el marco del paro agrario de 2013, cuando salió a la luz el documental 970, de Victoria Solano, que dejaba en evidencia el impacto de la resolución 970 y su favorecimiento a las grandes multinacionales que manejan la industria agroalimentaria en el mundo en cuanto a que solo se siembre lo que estas suministran. Finalmente, el Gobierno se comprometió a derogar la resolución, sin embargo, un año el líder de los campesinos en el Paro, César Pachón aseguró que ese compromiso por la libertad de semillas no había sido posible.
La ley 970, finalmente fue reemplazada por la Resolución 3168 de 2015, que reglamenta la producción y comercialización de la semilla en el país, aunque algunos líderes campesinos insisten que no es aplicable a las semillas de variedades locales o criollas porque, por un lado, no se encuentran referencias expresas sobre estas.
La queja extendida de los pequeños agricultores es que estas normas favorecen de manera desproporcionada a los industriales del sector, y deja sus cultivos y tradiciones en una situación vulnerable. Pero, además, argumentan que el ICA tiene exigencias inalcanzables para ellos, lo que los ha orillado a una dependencia de la semilla comercial.
“Las reglas del mercado terminan eliminando la biodiversidad, porque aunque un campesino preserve sus semillas, si nadie le compra lo que siembra no está haciendo nada. Se necesita un estímulo y que mostremos eso como un valor. No hay ni una sola línea de crédito que apoye a un campesino que siembre con semilla nativa y criolla. No hay una autorización expresa para comercializar semilla”, dice Eraso.
La apuesta por recuperar lo propio
Pedro Briceño, apodado como “el guardián de las papas nativas en Boyacá”, vive en Ventaquemada, Boyacá, desde donde dirige su empresa familiar dedicada a proveer de papas nativas a diferentes restaurantes de renombre, principalmente, en Bogotá, que usan los colores y los sabores tan específicos de las más de 40 variedades de papa que el “guardián” ha rescatado, para agregarle valor a sus platos.
“A veces me preguntan que quién compra nuestra papa, pues resulta que hay un grupo de personas en la ciudad que dice que quiere comer más limpio y nuestro producto es sano, resultado de buenas prácticas agrícolas”, explica.
Briceño cuenta que hace 12 años decidió apostarle a formar una industria de productos derivados de las papas nativas: “Yo soy hijo de papero y siempre estuve familiarizado con el producto. Mi padre tenía unas papas nativas, pero eran para el consumo dentro de la casa. Pasó el tiempo y cuando cumplí 45 me acordé de esas papas que yo conocí cuando pequeño, ya no las había vuelto a ver. Entonces, encontrarlas se convirtió en un hobbie para mi”.
Además de surtir a restaurantes en diferentes ciudades, las papas nativas de Pedro están presentes cada ocho días en el mercado campesino de la Plaza de los Artesanos en Bogotá, y está incursionando en la industria de los empaquetados con uno de sus productos más reconocidos: los chips.
“No he tenido apoyo de ningún tipo, pero sigo adelante en el trabajo de preservar la semilla y hacer que la gente vuelva a comerlas. También comparto todo este conocimiento con los campesinos de la región para que también vean en esta una fuente de ingresos”, dice Briceño.
Iniciativas como la del guardián de las papas nativas en Boyacá, la de la profesora Lyda que utiliza productos originales en los platos boyacenses que prepara o la de Eva, en Caquetá, que lidera el intercambio de semillas y saberes con las mujeres de la región son apenas unos de los esfuerzos que hacen miles de campesinos en Colombia por preservar su alimento; quienes, como científicos del campo, experimentan en cual temporada es mejor cultivar, que abono es mejor para su siembra y calculan los ciclos de la luna para anticipar una buena cosecha.
A pesar de tenerlo todo en contra; las exigencias del mercado que absorben al pequeño agricultor, la pérdida de identidad de las nuevas generaciones que no conocen el sabor de las habas, los cubios o el ñame, y la falta de apoyo por parte del Estado para fomentar una industria alrededor de los cultivos nativos, muchos siguen trabajando por rescatar, recuperar y restaurar las semillas nativas, que no son patrimonio del Estado o de empresas privadas, sino de la humanidad y además parte esencial de los pueblos nativos de América Latina.
Nota. Este reportaje fue realizado durante la Mediatón #TierraPoderosa de Chicas Poderosas Colombia, donde más de 100 mujeres que trabajan en medios y lideresas se reunieron para crear proyectos colaborativos multimedia, con el apoyo de Google News Initiative, Open Society Foundations, Sida, Meedan y la Fundación Universitaria de Popayán. Para ver los otros proyectos creados en la Mediatón, visita Historias de una #TierraPoderosa.
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